gregory castellanos                                                                                             Puerto Plata,

15 de Agosto del año 2022.

 

 

Señores:

 

Sociedad Dominicana de Biología y

Sociedad Dominicana de Psiquiatría.

Santo Domingo, Distrito Nacional.

 

Objetivo de estas líneas:

La inmensa mayor parte de estas líneas que les dirijo las escribí inmediatamente después de haber acontecido todo cuanto  narro a través de las mismas aunque es ahora cuando las doy a conocer por primera vez. Ellas narran algo sumamente pavoroso y amenazador que realmente ocurrió y precisamente por dichas dos características creo que se les debe de prestar atención.

 

La mudanza:

Pude apreciar que en la casa de la esquina ubicada en la conjunción de las calles Antera Mota y calle Imbert, de esta ciudad de Puerto Plata, a dos manzanas de distancia de donde vivo en la calle Imbert esquina calle Beller, se estaba produciendo una mudanza.

–¿Quiénes serán los que se están mudando en «la casa misteriosa«?  Después sabremos quiénes son los nuevos vecinos   –pensé–.

«La casa misteriosa« era una casa grande de madera de dos niveles y un sótano y era conocida con ese nombre por toda una serie de eventos extraños y sorprendentes que se habían producido en ella en diferentes épocas y los cuales eran comentados en esa parte del pueblo de Puerto Plata, pero aunque extraños y sorprendentes no viene al caso comentar esos otros eventos porque los hechos que aquí narro tienen fisonomía propia y guardan total independencia respecto de aquellos.

Lo único que trascendió hacia mí fue que la casa le había sido alquilada a un profesional de la medicina quien había llegado a Puerto Plata junto con su hijo, no se me dijo de qué área específica de la medicina era él.

Jamás me imaginé que el destino enlazaría los destinos de quienes allí se mudaban con el mío.

Para ese entonces yo era estudiante de Psiquiatría en la universidad del Estado. Los eventos que se produjeron tuvieron lugar con motivo de estar en mi ciudad natal, Puerto Plata, haciendo mi tesis para poder optar por el doctorado en Psiquiatría. Mi tesis se titula «Las expresiones fisiológicas previas a la locura«. Ella me llevó a tener que acercarme a los familiares de los locos de mi pueblo que deambulan por las calles, lo mismo que a éstos últimos, es decir, me hice amigo tanto de los familiares como de los propios trastornados mentales.

 

Es evidente que esta circunstancia que acabo de referir fue lo que me permitió descubrir la situación que aquí refiero.

 

 

 

La Clínica de Psiquiatría:

Después supe que el nuevo vecino era psiquiatra y que su Clínica de Psiquiatría la había instalado en la calle John F. Kennedy esquina Padre Castellanos.

 

A dicha clínica psiquiátrica iban, tímidas,  personas de la clase alta y de la clase media. Su timidez obedecía a la extendida creencia de que si le veían entrar al sitio inmediatamente los que les vieran iban a pensar que habían acudido ahí porque estaban sino  locas de atar por lo menos locas de alguna otra manera, le temían a la creencia y al anatema de los demás habitantes de un pueblo donde habían muchas lenguas ligeras y viperinas. Eran de los que preferían que, como mucho, los calificaran de «neuróticos adinerados«.

Al entrar en contacto con personas diferentes de la ciudad y éstas expresar su temor al qué dirán los demás que se enteraran de que entraron ahí y de que les comparara con los locos de atar de la clase baja andantes en las calles, el psiquiatra entraba en conocimiento de los nombres de los locos que deambulaban por dichas calles e iba anotando esos nombres.

La clínica psiquiátrica tenía una sección, la cual tenía por nombre «Departamento de Asistencia Social« el cual tenía por objeto prestarles atención a los locos de atar provenientes de familias pobres.

Es evidente que esta otra circunstancia que refiero se eslabonó para permitirme descubrir la situación que aquí narro.

 

Mi primer conocimiento de que recién se había instalado en la referida dirección de la ciudad de Puerto Plata una clínica de Psiquiatría provino de la mención que de la misma me hizo uno de los parientes de uno de los dementes con el que yo había entrado en contacto a consecuencia de las investigaciones que demandaba la tesis sobre la que estaba trabajando. Luego de ello la misma mención me hicieron otros parientes de otros de dichos dementes.

 

Así supe que la clínica psiquiátrica tenía ese «Departamento de Asistencia Social«, cosa que me hizo alegrar de que alguien fuese un samaritano en esa área.

 

Las desapariciones:

Unos dos meses después habían desaparecido Fernando «El tostado«, Juana «La Loca« y Rafaelito «Palillo«, quienes eran algunos de los locos de la ciudad de Puerto Plata con los que yo había entrado en contacto, lo mismo que con sus familiares, para los fines de mi tesis.

De repente esos locos dejaron de ser vistos en las calles de la ciudad, no se sabía nada sobre ellos, mejor: no se volvió a saber más sobre éllos.

Un pesado silencio reinante pareció como si hubiera abierto sus fauces y hubiera engullido a dichos locos y que dichas fauces volvieron a cerrarse nuevamente como si la nada absoluta ejerciera su supremacía.

Esas tres primeras desapariciones fueron las primeras manifestaciones del espeluznante capítulo de misterio que se abrió en torno a los locos de Puerto Plata.

Los locos misteriosamente siguieron desapareciendo a un ritmo promedio de uno cada quince días.

Quince días después de la desaparición de Rafaelito «Palillo«se produjo la desaparición de Vernon «El Desquiciado« y quince días después de la de éste se produjo  la de Jaramillo «El Atolondrado« y quince días después de éste otro se produjo la de «Armando El Demente« y, por último, también en los quince días subsiguientes, la de Miguel Alberto «El codicioso«.

La incógnita de qué cosa estaba pasando con los locos me llevó a unir datos en mi mente, así recordé que los tres que habían desaparecido, aparte de ser locos, tenían en común que estaban visitando la clínica del psiquiatra cosa que supe por mis vínculos con los parientes de ellos.

Pero el saber lo que es un médico psiquiatra y la idealización que yo tenía sobre ello, ya que yo mismo aspiraba a serlo, me impedía pensar que un profesional de esa categoría pudiese tener que ver con eventos anormales como las desapariciones de locos, pues los psiquiatras

–razonaba yo–   están para ayudar, no para hacerles daños a seres que por algún motivo habían caído en la desgracia del infierno de la locura. De manera que deliberadamente apartaba de mis conjeturas al psiquiatra. Pero, no obstante ello, algo mórbido, un extraño gusano mental, me hacía retroceder a aquel punto iniciático. De manera que aquellas vacilaciones que se movían en mi mente se tornaron recurrentes. Pero decidí apartar y efectivamente aparté semejante pensamiento de forma tajante de mi mente.

 

Pero éramos pocas, muy pocas personas los que teníamos el conocimiento cierto de dichas desapariciones, sólo los parientes de los locos desaparecidos y yo. Y yo lo tenía por mis contactos frecuentes con dichos locos y con los familiares de éllos.

¿Había algún significado malévolo detrás de la desaparición de dichos locos?

Todo parecía apuntar en la dirección de que alguno o algunos se habían dado a la tarea de realizar una persecución de humanos dentro de una población de humanos.  La idea común que nos bullía y nos rebullía en la cabeza tanto a dichos familiares como a mí era la de que las manos siniestras de algunos desaprensivos actuaban en la obscuridad cebándose en los locos de Puerto Plata para extraerles órganos para venderlos. Fuera de ahí no parecía existir razón lógica alguna que las explicara.  Sumamente preocupados porque esa fuera la causa que originaba las desapariciones en cuestión, fui junto con algunos familiares de cada uno de los desaparecidos a transmitirle esa nuestra preocupación a la sede local del Departamento de Homicidios de la Policía Nacional.

Que yo sepa los investigadores de ese departamento no investigaron. Los locos, por lo general,  no tienen dolientes.  ¿Qué diablo les va a importar a los policías que desaparezcan personas locas? Eso era lo que yo pensaba, pero mis contactos con aquéllos familiares me hicieron ver que también éllos pensaban lo mismo.

Así, de repente yo me estaba quedando sin parte del material humano para formularle mis inquietudes, preguntas directas para los fines de mi tesis.

 

La ciudad aterrorizada:

Como es natural, los familiares de los locos y yo somos entes sociales y como tales comentamos entre nuestros familiares, amigos y relacionados lo de las desapariciones de aquéllos siete locos y nuestra común creencia, originada en la sistematicidad de dichas desapariciones, de que algún grupo de desaprensivos los estaba secuestrando para vender sus órganos. Como semejante versión recaía sobre personas, locas sí pero personas al fin y al cabo, ello produjo una inquietud enorme que se extendió por toda la ciudad y el epílogo natural de semejante concepción fue el miedo que se creó en toda la población porque sus integrantes razonaban que habían comenzado con los locos, pero que agotados éstos, que no eran muchos, pronto les echarían manos a las personas no locas. Es decir, los puertoplateños razonaban que si eso les había pasado a los locos, como éstos también son gentes, el o los que estaban haciendo eso, inmediatamente se les agotara el material humano loco pasaría a emprenderla hacia el material humano compuesto de no locos.

 

Los más variados obscuros rumores fundados sobre aquella creencia como causa explicable comenzaron a esparcirse de un extremo a otro de la ciudad. Todos escuchaban los suficientes rumores como para preocuparse y todos los propalaban más adelante. Los rumores alarmantes eran monedas de buena ley: circulaban y se extendían con facilidad pasmosa. De esa manera sobrevino ese repentino alboroto. Los pensamientos de cada ciudadano sólo alcanzaban el miedo, un miedo extremado que se les notaba en los ojos, pues llevaban notoriamente consigo el temor, nuestros temores. Había una tensión eléctrica emocional agitada en el aire que se percibía notoriamente. ¡Un hálito de terror se cernió sobre Puerto Plata! ¡Una nube de terror se había extendido sobre toda  la ciudad! Hablo de una ciudad literalmente congelada de miedo. Sus habitantes estaban hundidos en el espanto, cada día estaban más espantados, estaban histéricos, por todos los sitios se hacía patente el terror, un espantoso terror, los ciudadanos estaban aterrorizados…¡Estaban tan pálidos! ¡El terror reinaba supremo! El terror daba alas a su imaginación y esta, al amplificar su terror, los revolvía disparándolos a niveles de cuasi locura, se estremecían de terror;  el ambiente que se había formado en la ciudad, pues, era un ambiente enloquecedor.

 

Si bien los no locos ciertamente no estaban locos, no menos cierto es que el nivel de histeria colectiva creada por aquella legítima y profunda preocupación les hacía actuar como si estuvieran locos. La preocupación había despertado al miedo, y ese nivel de miedo estaba en el nivel del terror.

Aquella histeria provocó que en las conversaciones personales sólo se hablara de eso y que por los medios de comunicación, radio y televisión locales, medios digitales, etcétera, ocurriera lo mismo, pues los aterrorizados habitantes de Puerto Plata habían colocado el enigma de lo que pasaba con los locos en el centro de sus ansiedades, ya que se veían ante la eventualidad de ese espejo, lo cual fue forzosamente captado por las autoridades por lo que estas tuvieron también forzosamente que  interesarse en el terrible asunto, pero sus avances investigativos, si es que los tuvieron, no se veían.

De nuevo la idea que había considerado morbosa:

Como es natural, el miedo mío era doble pues yo tenía la misma percepción y el mismo padecimiento de los demás ciudadanos,  pero a consecuencia de estar trabajando en la recolección de datos para mi tesis de graduación yo también había tenido contacto con cada uno de los locos desaparecidos y, por ende, las autoridades policiales en algún momento necesariamente iban a pensar en mí como un sospechoso.

 

De repente de nuevo se volvió a mover en mi mente el recuerdo del psiquiatra y su clínica recién instalados en Puerto Plata, y con fuerza quería resistirme a darle cuerpo a semejante sospecha. Un detalle aparentemente insignificante me decidió a dejar aquella medida de fuerza mental: ninguna de las desapariciones eran anteriores a la instalación de la clínica, todas eran posteriores a dicha instalación. De manera que un tercer indicio se añadía a aquellos otros dos iniciales.

Decidí disipar cualquier duda al respecto y busqué en Internet datos en los periódicos digitales del país que hablaran sobre desapariciones de locos. La búsqueda fue fructífera. Ahí descubrí que las noticias más antiguas sobre desapariciones de dementes provenían de Bonao, luego de San Francisco de Macorís y sucesivamente de Moca y de Santiago. Los periódicos digitales de dichas provincias hablaban de que no se sabía qué se habían hecho sus locos, a los cuales anteriormente era fácil verlos transitar por las calles de sus respectivas ciudades.

Así como obtuve esos datos decidí introducir el nombre del psiquiatra recién instalado en la ciudad de Puerto Plata. Grande fue mi sorpresa al ver que dicho médico había estado con su clínica instalada en cada uno de esos lugares en forma sucesiva antes de venir a Puerto Plata.

El recorrido que mostraba la trayectoria de las sucesivas mudanzas del Psiquiatra se asemejaba al accionar de una aspiradora: lugar recorrido por el Psiquiatra, lugar de donde desaparecieron todos los locos.

Probablemente nadie hubiera reparado en el detalle y todo el fenómeno de la desaparición de los locos hubiera pasado por inexplicado, como había estado pasando por inexplicado y lo estuvo como tal hasta la altura de las presentes líneas, si en aquellos días yo no hubiese estado haciendo las investigaciones de campo para mi tesis. Quizás la aclaración del caso hubiera dilatado mucho, pero muchísimo más tiempo del que aquí señalo si acaso alguien diferente a mí empezaba a atar cabos.

De manera que aquella sospecha extraña que se había movido en mi cabeza vino a agrandarse y a fortalecerse al ver el último dato de la coincidencia de las desapariciones con la presencia de la clínica psiquiátrica en esos lugares.

Producto de haber recabado esos últimos datos inicié una vigilia discreta a cierta distancia de la clínica, la cual vigilia se prolongó durante varios días sucesivos. De esa  manera descubrí que cada loco pobre de Puerto Plata que iba allí inicialmente iba acompañado de algún familiar que luego no volvía con aquél, que cada loco cuando volvía lo hacía solo, que dichos locos pobres tenían como horario de visita a partir de las cuatro de la tarde, que ni por la mañana ni horas antes de las cuatro de la tarde loco pobre alguno era atendido en aquel lugar. También pude apreciar que la asistente del psiquiatra y la recepcionista se iban a las cinco de la tarde, en tanto que él se iba exactamente a las seis de la tarde, es decir, que se quedaba solo allí atendiendo al loco de turno (se quedaba con un solo loco);  me enteré a través de alguien de los alrededores que para impedir que el loco que se quedara con el psiquiatra incurriera en algún arrebato inesperado de furiosa violencia se le suministraba un fortísimo tranquilizante desde que dicho loco llegaba a la clínica, que esa era una norma prudencial que se practicaba con todos los locos que iban a recibir asistencia profesional y que antes de la asistente y la recepcionista abandonar el local a ése loco que se quedara se le suministraba otra dosis cuestión de que a éste en todo momento dicho psiquiatra pudiera manejarlo con toda la docilidad posible.

El día que fue décimo quinto de la última desaparición pude ver a Hernández «El Trastornado«  entrar a la clínica psiquiátrica, así mismo noté que la asistente y la recepcionista se fueron a las cinco de la tarde, la hora habitual en que se iban siempre según los datos recolectados como frutos de mis acechanzas, y a eso de las seis de la tarde observé que Hernández «El Trastornado« no salió del edificio y que el último en salir fue el psiquiatra que lo hizo cargando algo con sus dos brazos  que estaba envuelto en una alfombra amarrada, y por el esfuerzo que él hacía era obviamente pesado.  Lo que vino a mi mente de inmediato es que quien iba amortajado dentro de esa alfombra era Hernández «El Trastornado«, estaba seguro de ello en un noventa y nueve punto nueve por ciento, para no decir en un cien por ciento.

Tras el médico irse en su vehículo, una camioneta de doble cabina, en la segunda de las cuales había puesto el bulto, me dirigí discretamente a la casa alquilada por el psiquiatra, la cual quedaba a unas cinco cuadras de la clínica, más o menos, y a dos cuadras cerca de mi casa, por ello yo conocía en gran medida el terreno. En un momento específico y de la forma más inadvertida posible me pude escabullir sigilosamente como una sombra por un estrecho callejón, que intermedia con la casa vecina, que daba acceso a los cimientos de la casa donde estaba viviendo el psiquiatra.

El crepúsculo comenzaba a sentar sus reales. Miré que las dos divisiones que conformaban la portezuela semi inclinada que conectaba al sótano con el exterior estaban levantadas, abiertas, por lo que, al ver la luz que salía de allí, extremé mis precauciones para evitar ser visto desde el balcón de la galería de la casa de dos pisos ubicada a la izquierda en el otro lado de la calle, lo mismo que para impedir ser escuchado por quien estuviese dentro del sótano. Me dirigí hacia la portezuela. De esa manera, como no escuchaba ningún movimiento dentro del sótano, pude bajar a dicho sótano y una vez en él me dediqué a ver con atención aquel cuarto y ví que contenía una mesa grande de madera y frente a ella, en una colgadera enclavada en la pared izquierda, una hilera de cuchillos de los que usan los carniceros, dos seguetas, una aserradora eléctrica y bisturís; también observé un horno de ladrillos del mismo tipo del que usan las panaderías, pero más pequeño, y al lado del mismo, a su derecha, una larguísima estaca que evidentemente servía para meter, clavado en ella, lo que allí se pudiese meter. Por las características que presentaba dicho exterior del horno llegué a la rápida conclusión de que el mismo era de relativa reciente instalación. Me pregunté para qué era usado. Igualmente había un refrigerador de doble puerta de color gris brillante de tamaño grande, más grande que los refrigeradores ordinarios en que se suele almacenar carne. Y en el suelo pude ver nuevamente la alfombra que el psiquiatra había cargado y colocado en su vehículo. Queriendo  que mi sospecha fuese infundada hice rodar la alfombra, pero mi sospecha quedó confirmada: dentro de la alfombra estaba el cuerpo de Hernández «El Trastornado«, el cual todavía respiraba, pero sumido en un profundo sueño. Evidentemente el psiquiatra le había inyectado o le había dado a beber algo poderoso que lo mantenía en ese estado.

Tras descubrir al demente y asociarlo con todas esas herramientas de cortar carne que ví, aprecié, así, lo siniestro de aquel lugar, y pensé que era real la sospecha popular de que se estaba traficando con los órganos de los locos.

–Parece ser que este psiquiatra está más loco que todos los locos a los que está desapareciendo, pues se ha atrevido a algo exageradamente impropio de un profesional de la Psiquiatría     –pensé–.

En un pequeño escritorio situado en el lado más alejado del horno descubrí una mascota de color blanco a la que el Psiquiatra le había escrito con un crayón de tinta azul obscuro el título de «Los locos del pueblo de Puerto Plata«, al abrir las hojas de la misma pude confirmar que ciertamente los nombres de los locos que deambulaban por las calles de la ciudad de Puerto Plata aparecían mencionados allí con datos particulares de los mismos.

En el momento en que estaba leyendo  aquella mascota sentí un fuerte dolor en la cabeza, todo se me puso negro, perdí el conocimiento sin saber que lo había perdido.

 

 

 

Descubierto y capturado por el psiquiatra:

Al abrir los ojos nuevamente sentí un terrible dolor de cabeza: había sido descubierto, capturado, amarrado y amordazado por el psiquiatra. Me tenía sentado en una silla y él estaba  frente a mí sentado en otra silla y me dijo:

 

–Puesto que lo que buscabas saber irá junto contigo al paladar del ser espacial y, por ende, también alimentarás a mi hijo para que él siga triunfante frente al cáncer, lo sabrás ahora, y por lo que oirás sabrás porqué no puedo permitir que te vuelvas a cruzar en mi camino.

–«Ser espacial dijo«   –pensé, totalmente extrañado por la expresión, pero seguía con mi creencia de que el psiquiatra había caído en la obscuridad de la locura–.

Lo que me contó el psiquiatra abusador:

El psiquiatra me contó todo lo siguiente:

–Inicialmente yo vivía en Bonao, donde tenía instalada mi pequeña clínica psiquiátrica que me permitía vivir muy cómodamente, nada me faltaba. En una ocasión en que acompañaba a mi hijo, que padecía de leucemia, a un paraje cercano de la región rural, cerca de un riachuelo, ocurrió algo completamente fuera de lo normal: un pequeño ser redondo de un color obscuro moteado, desde una piedra blanca grande saltó sobre mi hijo mientras éste me voceaba algo logrando metérsele por la boca. Se produjo el desmayo de mi vástago masculino, cosa que atribuí tanto al susto como a un posible atragantamiento por el hecho de aquello haberse metido a su boca.

Alcancé a ver la escena a una cierta distancia, no mucha, pero tuve que correr hacia él para brindarle auxilio.

Al examinarlo pude ver que una pequeña protuberancia se desplazaba por el interior de la parte frontal de su cuello, pero casi inmediatamente después de aquel extraño movimiento interno este desapareció y pude apreciar que mi hijo respiraba normalmente y que nada tenía en la boca, ningún bulto en la garganta que denotara atragantamiento por lo que mi miedo a que muriera asfixiado rápidamente se disipó y respiré aliviado; llegué a pensar que lo que yo había visto creí haberlo visto, que todo había sido alguna mala interpretación de ver algo saltar próximo a él, pero afectado por la impresión de lo sucedido decidí llevármelo de vuelta a casa y por eso lo subí al vehículo colocándolo en el sillón trasero para que disfrutara su sueño. Cuando nos aproximábamos a Plaza Jacaranda mi hijo despertó y me pidió que nos detuviéramos en aquel lugar para comer algo. Yo me alegré mucho al verlo reaccionar y actuar de manera enteramente normal. Mi vástago comió pollo horneado como yo nunca lo había visto comer antes, esto es, en una cantidad enorme, pero en vez de aquello preocuparme me alegró verlo comer vorazmente.

Aquella voracidad fue percibida también por otros comensales de otras pequeñas mesas de allí  que soto voce comentaban:

–¡El diablo, pero ése tipo si come!

–¡Coño, ése tipo sí que come!

Y otros tantos comentarios más o menos parecidos.

En los días sucesivos en la casa noté que él sólo quería comer carne de pollo horneado y que se comía una buena cantidad de pollos horneados tal y como lo hizo en Plaza Jacaranda aquella primera vez.

Era algo de lo más extraño, algo inaudito pasaba repentinamente en mi hijo, en el interior de mi hijo, y yo no tenía una explicación racional que justificara su voraz comportamiento pantagruélico, yo estaba muy lejos de sospechar siquiera cuál era la etiología de ese comportamiento devorador de semejante cantidad de carne de pollo horneado.

Su persistente y notorio cambio de apetito me preocupó.  Pero paralelamente noté que el agotamiento que antes del evento él siempre manifestaba como consecuencia de su letal enfermedad no había vuelto a exteriorizarlo y él mismo expresaba sentirse muy bien, que como nunca antes se había sentido. Aquello me alegró sobremanera y cuando lo llevé al especialista en leucemia que lo atendía, éste último expresó que encontraba a mi hijo completamente sano, que no tenía ninguno de los síntomas de leucemia que antes evidenciaba y que para salir de duda sobre aquel aparente milagro quería tomarle una muestra de sangre para que en el laboratorio de su clínica hicieran el análisis de inmediato. Este inmediatamente se hizo y el resultado fue efectivamente que la leucemia había desaparecido. ¡Sólo me faltó brincar de júbilo ante aquella gran noticia!

Ya sólo su descomunal apetito me preocupaba y pensé que quizás algo sí se le había introducido a su organismo y por eso mostraba aquel apetito voraz, por lo que un día le dije que quería llevarlo a que le practicaran algunas radiografías para ver cómo estaba su organismo. Quedamos en que al otro día iríamos a un pequeño centro radiográfico local para ello.

Esa noche entré a su habitación, como hacía todas las noches, para darle la bendición, pero me encontré con que estaba durmiendo profundamente por lo que decidí salir de la habitación y en el momento en que agarré la puerta para cerrarla un rarísimo tono grave se dejó oir en la voz de mi hijo diciéndome que me olvidara de hacer practicar las pruebas radiográficas.

–¡Santo Dios!    –exclamé espantado y pregunté–   ¿Quién eres? Pues aunque esa es la voz de mi hijo, mi hijo no habla de esa manera.

La voz me respondió usando el aparato fónico de mi hijo:

–Soy quien ha salvado a tu hijo de su gravísima enfermedad. Estoy dentro de él y te hablo para aconsejarte que no intentes sacarme de su cuerpo, no le hago ningún daño, él se alimenta y yo también me alimento, pero si me sacas de su cuerpo lo estarás conduciendo a la muerte segura que yo he interrumpido. Soy lo que se introdujo por la boca de tu hijo el día que estabas con él cerca del pequeño río. En el tiempo que he estado dentro de su cuerpo he aprendido el lenguaje de ustedes y por eso puedo  hablarte a través de él. No temas nada malo de mí, mientras yo esté dentro de él esa enfermedad fatal que él tenía no volverá. Sólo te propongo que respetes mi estancia dentro de él y que nos sigas alimentando. Mi especie se alimenta de carne, exclusivamente de carne, y la forma horneada en que ustedes la preparan en este mundo ha resultado ser de un sabor suculento. Llegué a este mundo junto a otros igual que yo sobre una gran piedra que al entrar a la atmósfera de este mundo se fragmentó en numerosos pedazos. De seguro ahora comprenderás el porqué de la voracidad de tu hijo. Todas las veces que quieras comunicarte conmigo y no con tu hijo sólo debes hacer uso de la expresión «Anktikpaktrok« y así yo sabré de esa intención tuya de hablar conmigo, bloquearé la consciencia de tu hijo y emergeré yo y hablaré contigo, naturalmente siempre a través de tu hijo.

En ese momento lo entendí todo. Ante la posibilidad de que volviese la leucemia a invadir el cuerpo de mi hijo preferí aceptar aquella oferta que me hacía aquel ser que se había introducido en su cuerpo. ¡Mi hijo estaba por encima de todo!

Aunque mi existencia pasó, así, a ser una existencia servil y sombría, no me importaba más nada que mi hijo, por lo que jamás me iba a revelar contra aquel ser que se metió en el interior del cuerpo de mi hijo.

De manera que estamos hablando de un ente prácticamente indescriptible porque la única vez que pude ver algo de él fue como casi no ver nada, pues apenas pude ver algo redondo como del tamaño de una rana pequeñita saltando directamente a la boca de mi hijo. De que era un ser biológico existente era claro que lo era, pues saltó directamente a la boca de mi hijo y por allí penetró al interior de su cuerpo.

Con dicho ser en su interior mi hijo se sanó totalmente, pero su hambre se tornó en algo extravagante y tuve que emplearme a fondo para ingeniármela para ocultarle a mi esposa y a mi hija lo que había descubierto que le había ocurrido a mi hijo menor.

Es decir, nunca le conté nada a mi esposa ni a nuestra hija de dieciséis (16) años sobre este grave incidente en la vida de Frank, pero mi esposa creía que había obrado un milagro divino y por eso vivía dándole las gracias al cielo por haber escuchado sus ruegos. En cierta forma podría decirse que el cielo había escuchado sus ruegos sobre la salud de nuestro hijo, pero no de la manera en que élla lo creía por la creencia religiosa en boga en nuestro pueblo, y digo «que el cielo había escuchado sus ruegos« porque ese ser dentro de las entrañas de mi hijo precisamente provenía de otro mundo situado en el espacio exterior.

Mi esposa y mi hija sí notaron que se había operado un fuerte incremento en el apetito de Frank ya que éste se comía varios pollos horneados tanto en la comida del mediodía como en la cena de la noche. Pero sanamente se lo atribuyeron a su mejoría de salud.

Con la contraseña convenida pude establecer contacto con el ser extraterrestre insertado en mi hijo, inicialmente para formularle preguntas sobre la salud de mi hijo, preguntas que se tornaron repetitivas por siempre versar sobre lo mismo y las respuestas siempre fueron las mismas. Llegó un momento en que fui disminuyendo las preguntas, pues notaba que mi hijo llevaba una vida completamente normal, todo resquicio para la duda en torno a la palabra del extraterrestre fue eliminado de mi pensamiento.

Pero, de repente, la comunicación se tornó necesariamente más fluida con el ser de fuera de este mundo a consecuencia de dos acontecimientos que vinieron a perturbar seriamente mi vida. El primero provino de mi hija que quedó embarazada y ni mi esposa ni yo quisimos aceptar la situación por reprobar al joven varón del cual resultó su preñez. Y el otro provino de mi esposa que, poco tiempo después, igualmente quedó embarazada producto de un desliz con otro hombre del pueblo.

Como puedes escuchar, mi vida ha estado marcada por acontecimientos muy fuertes, muy duros: mi hijo menor nació condenado a muerte por la leucemia y de no ser por la circunstancia de ese ser, que parecía una pequeña rana pero redonda,  meterse en su boca y él tragárselo, él no hubiese sobrevivido a ese cáncer en la sangre.  Y luego estos otros dos hechos relacionados uno con mi hija y el otro con mi esposa.

Precisamente los primeros seres humanos de que se alimentó la criatura que no es de este mundo y que ha mantenido con vida a mi hijo fueron: primero: el hijo indeseado que mi hija abortó  –yo mismo le practiqué el aborto–   y luego la envié fuera del país a vivir donde mi hermana que vive en Nueva York: élla nunca supo cuál fue el destino del fruto de su vientre;  segundo: al hijo bastardo que mi esposa llevaba en su vientre producto de serme infiel, el cual le extraje practicándole un aborto tras enterarme de su traición;  después al amante de mi esposa, al cual, sin que mi esposa se diera cuenta, descuarticé para mantener un suministro constante de carne con que alimentar a la criatura, mejor dicho, a la criatura y a mi hijo. Me divorcié de mi esposa y élla se fue para el extranjero, al día de hoy no sé en qué país vive élla ni me interesa saberlo, del mismo modo élla tampoco sabe cuál fue el destino de su abortado hijo bastardo. Desde que a la criatura le dí a saborear la carne humana  –creo que ese fue mi error y si acaso ello fue un error: ¡No importa: la vida de mi hijo está por encima de todo! –,  no le apetecía gran cosa volver a comer la carne de pollo horneada con que la había estado alimentando, y expresamente me comunicaba su deseo de que sólo le diera de comer del tipo de carne último que le dí a saborear, es decir, carne humana. Cuando la carne humana que había tenido disponible terminó de ser consumida por el ser proveniente de otro lugar del espacio exterior, dicho ser dejaba los pollos horneados, los cuales se fueron amontonando y pudriendo, teniendo yo que ir a botarlos al vertedero de la basura. Mi hijo empezó a dar síntomas evidentes de enflaquecimiento y de desnutrición. Ante el temor a perder a mi hijo recuperado de su fatal enfermedad gracias a aquella criatura, me ví compelido a tomar la decisión de seguir suministrándole carne humana y para ello lo que se me ocurrió fue obtenerla secuestrando y sacrificando uno por uno a los locos de mi pueblo porque sé que nadie les presta atención a los mismos y que a las gentes les es indiferente que haya o que no haya locos, luego tuve que seguir ubicando locos en el municipio a que pertenece mi pueblo, terminada la existencia de locos en ese municipio tuve que hacer el mismo periplo por cada uno de los restantes municipios de la provincia a que pertenece mi pueblo hasta que la provincia entera se quedó sin locos. Ante la desaparición de ese suministro y el temor a que la salud de mi hijo pudiera deteriorarse tuve que mudarme a otro pueblo común cabecera de otra provincia y allí se repitió lo mismo de tener que peinar cada uno de sus municipios y al final tuve que seguir ese mismo itinerario con todas las provincias en las que me he mudado y he vivido apremiado por esa necesidad de mantener con vida a mi hijo. Así fue como llegué aquí, a esta ciudad de Puerto Plata.

Se puede decir literalmente que tengo un pacto con ese ser que se introdujo en mi hijo: él mantiene vivo a mi hijo y con perfecto estado de salud, es decir, sin la leucemia con que nació, y yo mantengo vivo a dicho ser.

No sé de qué demonio de planeta de otro sistema solar pudo provenir ese ser a bordo del meteorito aludido por él, pero gracias a ello mi hijo permaneció y permanece vinculado a la vida. Mi sentimiento de paternidad le está infinitamente agradecido a ese ser. Pensé que el momento de descubrirse lo que he estado haciendo ocurriría el día que se acabaran todos los locos del país y yo me viese obligado a tener que empezar a hacer desaparecer a personas normales, es decir, a personas no locas. Pero usted se cruzó en mi camino y, por consiguiente, en el camino de yo mantener con vida a mi hijo y a la criatura que le curó la leucemia, por lo que debo hacer con usted lo mismo que he hecho con los locos: usarlo para alimentar a quien mantiene vivo a mi hijo y, por consiguiente, a mi hijo mismo.

Lo que yo pensaba mientras escuchaba al psiquiatra narrar su historia:

Mientras yo escuchaba todo aquello me decía en mis adentros: Este tipo puede ser que esté loco, pero si no lo está y lo que me está diciendo es verdad,   –y todo lo que había en el sótano parecía orientarse en el sentido de confirmar su historia–,  entonces el asunto, la amenaza que ello representa, es más serio de lo que yo pensé.  Así, pues, mi miedo tenía una doble causa: lo que pasaba con los locos y lo que me pasaría a mí, según el relato del psiquiatra y ya por su aviso directo de cuál sería mi destino. Por lo que en mis adentros todo se tornó estupor, mis pensamientos oscilaban entre el pánico, el horror y la desesperación.

Si lo que narraba el psiquiatra hubiera sido escuchado por cualquier persona fuera del contexto que aquí refiero hubiera creído, como también lo creí yo inicialmente, que él se había vuelto tan loco como los pacientes que él había tratado, que aquella era la más alocada de sus historias, es decir, estoy seguro, de que cualquier otra persona también hubiera razonado de esa manera. ¡Pero no, esto que estaba pasando no tenía absolutamente nada de locura, ello era algo tan real como que existimos!

A la luz de lo que éste hombre decía por su boca yo razonaba que todo cobraba forma, que de ser cierto lo que él narraba entonces aquella mesa con todos esos instrumentos próximos para cortar, segmentar y desmembrar era donde el psiquiatra descuartizaba a los locos guardar en el frigorífico y para hornear esas partes para darle de comer a la criatura dentro de su hijo.

Todo aquello que narraba el médico se convirtió en horror, en puro horror, a medida que yo escuchaba todo aquello. La alarma se me disparó al máximo de los niveles. Mis horribles aprensiones se dispararon al máximo del paroxismo. Me sentí como si estuviera en el templo de algún dios mítico en cuyo honor se realizaría conmigo un sacrificio.

Por yo estar de fisgón,  después de las criaturas de los abortos de la hija y de la esposa del psiquiatra y del amante de ésta y de los locos que él había asesinado, me tocaría el turno de ser el segundo adulto no loco en ser consumido por ese ser del espacio a que él aludía.

También razoné más de ahí: que si más seres de ese tipo estaban en el mismo sitio donde estaba el que logró internarse dentro del hijo del psiquiatra y esos otros descubrían el sabor de la carne humana grandes cantidades de personas estarían expuestas a la misma suerte que habían corrido los locos a que se refería el siquiatra, pues los locos tan sólo estaban siendo un eslabón provisional, momentáneo, en la cadena alimenticia del ser que dominaba las acciones del profesional de la salud mental.

 

Me pregunté: ¿Y si esos seres se reproducen y lo hacen extensamente, cuál será la suerte de toda la población de la República Dominicana y después del resto del planeta? Razonaba, sin el más mínimo temor al equívoco, que estábamos en presencia de algo de otro mundo que representaba una terrible visitación desde el espacio exterior que muy evidentemente amenazaba nuestro mundo. Llegué a la conclusión de que el hombre en el Universo simplemente es como una chichigua a merced de ráfagas descontroladas de aire.

 

Todo, todo lo que yo había descubierto era espeluznante. Todo lo que se desplazaba a lo largo y a lo ancho de las neuronas de mi cerebro eran pensamientos espantosos. Y dentro de ese espanto atroz seguí razonando que si los habitantes de Puerto Plata escuchasen todo esto que está narrando éste hombre, como yo, del terror extremo pasarían al horror, pero luego se pondrían tan locos como los locos cuya desaparición se había producido.

En mi mente se había alojado en toda su profundidad la preocupación de que éste hombre me diera como comida a la criatura voraz que él decía se había enseñoreado de su hijo, por lo que temblé cuando él me dijo:

–Si crees en algo y sabes rezar dí tu última oración, vengo de inmediato, voy a buscar una caja de cerillas ya que veo que las cerillas que tenía aquí abajo se acabaron.

A seguidas el psiquiatra subió por la pequeña escalera que daba al sótano.

Debo mi vida a algunas casualidades que se concatenaron a mi favor. La primera de ella es que a consecuencia de una caída de un armario que sufrí siendo un niño de entre nueve o diez años me fracturé el homoplato izquierdo y la unión de mi brazo izquierdo con la parte a que corresponde dicho homoplato y desde entonces mi brazo izquierdo, si sufría una gran presión, podía desencajárseme, algo muy parecido al problema que padeció Houdini y gracias al cual pudo conseguir la fama que obtuvo ya que ello le permitía liberarse de cualquier atadura que pasara por el torso y le inmovilizara los brazos. Por ello mi vida la pasé alejada de todo tipo de actividad física que implicara el uso de la fuerza. El amarre con soga que me hizo el psiquiatra en el sótano de la casa donde vivía cedió ante la desesperación mía por zafarme tras el psiquiatra darse cuenta de que las cerillas del sótano se le habían agotado y no tenía con qué prender el horno donde pensaba colocarme para hornearme, por lo que tuvo que subir la escalera para ir a la cocina ordinaria de la casa a buscar una caja de cerillas: fue la segunda casualidad.  Dí un respingo liberándome y ya para cuando volvió mi mano derecho le estaba esperando con un pesado ladrillo que encontré próximo y que, al parecer, era un sobrante de los usados para hacer el horno de ladrillos. El psiquiatra no volvió con cerillas, lo hizo con un papel periódico envuelto encendido que obviamente consiguió obtenerlo con una estufa de encendido automático: fue la tercera casualidad. Cuando terminó de bajar la escalera y pasó por mi lado para encender el horno aproveché y le asesté tremendo golpe en la cabeza con el ladrillo logrando que él cayera aturdido al suelo, pero la tea de papel con la que había regresado cayó exactamente sobre unos cinco o seis galones de gasolina que él tenía allí y de inmediato comenzó un incendio del cual pude salvarme porque nadie me impidió salir de allí poco después que le dí el primer golpe que lo aturdió: mi instinto de supervivencia se apoderó de mi mano que le golpeaba fuerte y repetidamente en la cabeza con el ladrillo, dicho instinto se aseguró así de rematar al psiquiatra e ipso facto decidí salir huyendo del sitio porque era evidente que si yo continuaba ahí dos o tres segundos más las llamas hubieran hecho presa de mí a pesar de haberme liberado del amarre que me hizo el psiquiatra y de haberlo acribillado a golpes con el ladrillo.

El incendio rápidamente se propagó hacia arriba, hacia los dos niveles de la casa, logrando consumirla con increíble vertiginosidad, parece ser que la antigüedad de sus maderas contribuyó a ello. Todo transcurrió con una rapidez enorme. El hijo quedó atrapado en el voraz incendio mientras dormía y con su muerte también murió el ser que se había alojado en su interior. Comprendiendo que todo cuanto había dicho el psiquiatra podría ser considerado como un invento de mi parte por oídos excépticos y acusadores, algo en mi interior hizo que me alejara de allí lo más rápido posible para que nadie percibiese en mí alguna facha comprometedora. Y, así, me mantuve a una distancia prudente siempre tratando de ver si salían el psiquiatra y su hijo o uno de los dos, lo mismo que Hernández «El Desquiciado«. Unas cinco o seis horas después, tras los bomberos apagar las últimas llamas, se transmitió la noticia entre el cardumen de curiosos alrededor del siniestro de que se habían encontrado tres cadáveres completamente calcinados. Estos hechos a consecuencia de los cuales se produjo el incendio permanecieron ignorados por toda la población de Puerto Plata durante todos los años que transcurrieron desde aquel incendio. Yo no me atrevía a revelarlos por temor a verme envuelto en cuestiones de indagaciones y persecuciones legales injustas si no se le daba crédito a mi versión de cómo ocurrieron dichos hechos. Los estoy revelando ahora, a través de la presente, diez años y medio después de los acontecimientos referidos, es decir, específicamente después de prescripta la acción penal. Desde aquel incendio no volvió a producirse otra desaparición más de loco alguno. Yo terminé mi tesis y actualmente tengo abierta mi clínica en esta ciudad de Puerto Plata donde a los locos cuyos familiares no pueden solventar tratamiento alguno les doy mis servicios gratuitamente.

Las razones por las que me he dirigido a ustedes:

Me he dirigido a ustedes para solicitarles que les pidan a las autoridades correspondientes: primero: que, aunque ha transcurrido todo ese tiempo ,designen una comisión de biólogos que, acompañados de los técnicos y especialistas que ellos estimen pertinentes, peinen los alrededores del riachuelo de Bonao aludido por el fenecido psiquiatra para investigar si alguna criatura similar a la de la narración acaso pueda estar subsistiendo en esos alrededores, pues era evidente que aquel meteorito albergaba extraña vida; y segundo: que ante una situación de desapariciones sistemáticas más o menos parecidas a la aquí narrada presten atención inmediata no vaya a ser que se produzca la repetición del horror que aconteció en las provincias de Monseñor Nouel (Bonao), Duarte, La Vega, Espaillat, Santiago y Puerto Plata. Gracias anticipadas por su atención.

 

Atentamente,

Dr. Ulises Estrada Jiménez

Calle Imbert No. 1,

ciudad de Puerto Plata.

 

Por Gregory Castellanos Ruano