Quien escribe no anda en busca de encontrar aceptación ni muchos clic en “me gusta”, ni remuneración, ni reconocimiento, ni que me quieran o que no lo hagan menos aún, ser el peor o el mejor en tratar determinados temas entre otras muchas apetencias.
No pretendemos alcanzar el “Premio Presidente Boyer” ni “El Diente de Ajo”. Tampoco ser elevado al “Salón de la Fama del Ladrón” o a la “Sala de los Asaltantes inmortales”, tampoco aspiro al premio “El Lambón del Año”.
Cuando escribimos y lo que escribimos, es en procura de ayudar en algo a ustedes que tienen la entereza de leernos y a mis hijas y nietos –porque lo escrito, escrito está- a adentrarse o interesarse en ser entes de solución en la medida de lo posible, a los graves problemas sociales que agobian nuestra nación.
No aspiramos a un país perfecto. No existe en el planeta. Sí aspiramos a vivir bajo un régimen de respeto a la ley, donde realmente exísta consecuencias para todo aquel que la viole. Rico o pobre, letrado o iletrado, funcionario o no, civil o militar sin importar el rango.
Escribimos, ahora que no hemos llegado a un gobierno como el que encabeza Rodrigo Duterte en Filipinas.
Es posible, que no estemos de acuerdo con muchas de sus actuaciones como gobernante desde las inquietas aguas del Caribe insular donde nos encontramos, pero no debemos ignorar los altísimos niveles de corrupción e impunidad que existía en esa sociedad a su llegada como gobernante.
Los gobernantes flojos y blandengues son semejantes a los capitanes de barcos y timoneles, irresponsables y borrachos.
Quizás el ejemplo no sea el más apropiado. Pero a veces solo atinamos a entenderlo cuando sentimos el frio del cañón de un arma apuntando en nuestra sien.