Quien ha pasado por la experiencia de asistir a un funeral de un pariente o amigo, no vuelve jamás a ser la misma persona. Menos, si éste fue parte del llamado círculo familiar cercano.
Comenzamos a entender la Vida no con la percepción ajena. Ese conocimiento permanece más allá del duelo, del dolor y la ausencia del ser, cuyo cuerpo dejamos en el camposanto.
Aunque existe la costumbre desde hace varios años al velatorio fuera de la vivienda, aún muchos hacen la excepción y prefieren velar sus muertos en casa.
Es allí, ya en la casa y su entorno o en la funeraria, donde expresamos nuestras condolencias con los parientes y en esas circunstancias en las que nos parece la ternura hace presa del ser humano.
Las rivalidades políticas, religiosas, económicas y hasta de status, se minimizan. El saludo no falta entre dirigentes políticos que muchas veces mantienen enconadas discrepancias públicas.
Es en las funerarias donde esos “rivales” se tornan actores y no faltan las risas y los cuentos y las remembranzas.
Y se habla muy bien del “muerto” y en vida ni siquiera le dirigían el saludo.
Allí entre el olor inconfundible de las “flores de muertos”, la risa sujetada, los cuentos, a veces hasta de colores… la firma, el sorbo de café, los abrazos, el apretón de manos, la “guardia de honor”, el encontrarnos con amigos con años sin verle (viviendo en la misma ciudad, barriada o comunidad), la conversación de las comadres y las vecinas, que no se “hablan” en la barriada pero en la funeraria si, yace inerte en el frío ataúd con las luces tenues de algunas velas encendidas, la persona a quien le brindamos el último adiós.
Esa muestra de apego, cariño, amor y gratitud de los familiares y amigos hacia la persona fallecida se puso a prueba durante el funeral de R.F.J. alias Papulo, cuando el ataúd cedió con lo que por entonces se creyó que Papulo volvía a la vida, y la primera que salió corriendo fue su mujer Dolorita y todos sus hijos la siguieron en fila india con los presentes que corrían sin saber por qué y más cuando al voltear miraban esa figura envuelta en una manta blanca que también hacía esfuerzos por zafarse y por igual salir de la funeraria.
Al pasar “la tormenta”, se conoció lo siguiente: Una de las mesitas de madera que sostenían el ataúd se rompió y el cadáver se rodó un poco…los presentes vieron como que salía.
La figura envuelta en una manta blanca, era uno de los empleados de la funeraria que realizaba un trabajo en una habitación contigua. Al escuchar los gritos y la huida él sale por igual, llevándose de encuentro unas cortinas blancas y de blondas que muchos confundieron con Papulo.
Sí, los mortuorios nos hacen ser más humanos.