Por Lic. Gregory Castellanos Ruano
¿Quién lo hubiera dicho? En una parte de una esquina de la calle El Conde funciona un órgano de Derecho Público Interno presidido por Miguel Alberto Surún Hernández cuyas actividades en nada difieren de las actividades que se desenvolvÃan en la calle Boria de la ciudad de Barcelona en la época de La Inquisición y lo llamativo del caso es que esas actividades de aquà no se produjeron en la época colonial, sino que se han producido y se producen en la época actual, vienen arrastrándose desde hace unos años.
Ese tramo de la calle El Conde nada tiene que envidiarle a la calle Boria de Barcelona, tan ampliamente conocida en la Historia Universal.  Allà tiene «templo y trono« el obscuro personaje que ha contribuido a la referida sorprendente similitud con la calle Boria.
Es un micro vestigio viviente de los encendedores de hogueras de que nos ha advertido y nos sigue advirtiendo la Historia con sus lecciones. De esos encendedores de hogueras que se llamaban a sà mismos «santos« y también «elegidos«.
Los encendedores de hogueras cuando llegan por lo general no son inmediatamente descubiertos como tales. Se descubren porque de repente se descubre que tienen en la punta de cada dedo «un castigo«.
Si la correlación o conveniencia de sus intereses lo amerita de inmediato inscribe el nombre de su próxima vÃctima en un Index, no católico precisamente.
Sus desvarÃos, producto de su ambición, lo llevan a hacer un ejercicio estéril, inútil: pretende matar moralmente, pero, lamentablemente para él, ofende quien puede, no quien quiere. Pretende llevar a ese momento supremo para que su vÃctima lance el último suspiro moral, su postrera expiración moral. En sus divagaciones a largo plazo el creador de la similitud con la calle Boria quiere eliminar moralmente a quien ha elegido pretender eliminar moralmente.
«Va a morir, frÃa, fatal e ineludiblemente, va a morir« se dice en su esperanza, piensa que el instrumento que usa es «tan contundente« que no hay forma de que se sepa la verdad de su maldad existente en grado de perversidad y la cual ejerce con mentalidad y propósitos fenicios.
Se dice en su anélida y fenicia «consciencia«: «Aquà no hay institucionalidad, nada hay aquà que me detenga«.
«¡Y eso que estamos en un Estado Social y Democrático de Derecho!« … Se sigue diciendo a sà mismo…
«Yo puedo burlarme de quien sea y no pasa nada.« … Se sigue diciendo a sà mismo…
Siempre piensa que después de su última maldad todo seguirá como siempre, asÃ, sin que para él exista Institucionalidad,… Sucesivamente…
«Todo, todo exactamente como siempre«, se dice a sà mismo.
Lo ha hecho una y otra vez, una y otra vez,…Y todo sigue igual.
«Bien vale la pena aventurarse«, «Nada, nada ha cambiado.« «Ni va a cambiar.« Se dice en su mentalidad fenicia ante el aspecto aparentemente normal de todo cuanto mira.
«Por eso puedo empeñarme en emponzoñar el bienestar de aquél o de aquéllos cualesquiera a quienes elija con tal propósito«. Se dice a sà mismo.
«Tengo un santuario libre, el Estado Social y Democrático de Derecho me lo permite y por eso puedo seguir burlándome de cualquiera o de cualesquiera.« Se sigue diciendo a sà mismo.
Para él el disfraz, el mimetismo, lo es todo. Por eso para él la careta griega de la seriedad es tan importante. Ha hecho un verdadero culto a ella, intermedio con su faz. ConfÃa en «su maestrÃa en el arte del disfraz«. De esa manera ha conseguido las «imágenes falaces« de sà mismo que él mismo ha querido inútilmente insertar en las mentes de todos los demás. De esa manera ha conseguido las «imágenes deformantes de la realidad« que él mismo ha querido inútilmente insertar en las mentes de todos los demás. ConfÃa en lo que denomina  «su maestrÃa en el arte de despistar pistas«.
Se cree «en lo alto del Universo«.
Se llama a sà mismo «santo« y también «elegido«, como otros abominables especÃmenes anteriores de la Historia.
Viste toca de monja y usa mitra y báculo, y piensa que es un «artista mascarero«.
Pero de lo que habla es de «máscaras rotas«, pues  ya  sus máscaras están rotas, inefablemente rotas. Y sus reales vestimentas del mimetismo están `deshilachadas`, tanto que está como lo que ocurrió con el niño de la narrativa aquella en que dijo «El Rey está desfilando desnudo en la calle.«
Todo no es obra de sus solas manos, pues cuenta con el auxilio de las bajuras de quienes se auxilia, pero todo sà es obra de su mente fenicia.
«Como todo no es obra de mis solas manos, porque otros perversos, que devengan sueldos en mi lugar de gobernanza, se suman a mis designios, cualesquiera que sean estos, eso me permite jugar al mimetismo, para ello cuento con estos mastines, raros mercachifles que por error o locura se cruzaron en mi camino y se aliaron conmigo«, se dice a sà mismo.
…Pero, aterrorizado, prefiere voltear la cara a `la lucha contra su mentira oficial`, se resiste siempre a admitir un fenómeno de esa trascendencia.
Cree que auto llamándose  a sà mismo «santo« y también «elegido« sus abominables actividades pasarán desapercibidas, cuando, por el contrario, sus propias actividades contribuyen a hacer una labor de des-mitologización que lo desnuda por ser dichas actividades suyas una acumulación de atropellos.
Dicho cúmulo de atropellos revela su verdadera naturaleza genética, lo que sale de allÃ, todo, nos lleva a una nada rara cruza: a la residencia del reverendo Samuel Parris (el de Las (falsas) brujas de Salem, Boston) y a la imagen fÃsica de un John Jairo Velásquez alias Popeye que actúa, éste, no en el ámbito fÃsico, sino en el ámbito moral. Ambos lugares de destino están claramente entrelazados.
El primer  John Jairo Velásquez alias Popeye actuaba en el ámbito fÃsico, material, el otro pretende actuar en el ámbito moral. Su naturaleza perversa acabará siempre resurgiendo de una manera u otra. Está en su código genético fenicio.