Melvin Mañón
Año tras año, si no estancado, languidecía el número de personas que acudían a los actos conmemorativos del 24-28 de abril de 1965. Lo único que aumentaba seguro cada año, era la edad y las canas de los asistentes. Los convocantes, además de las disputas internas que los han consumido durante décadas acaso no se percataban de que, la historia, vinculada al presente como lección y como epopeya, gana capacidad movilizadora que evita convertirse en un ejercicio de nostalgia, que placentero o no, carece de la fuerza épica necesaria para inspirar adhesión.
Recordar el 24 de abril de 1965 se convierte en un hecho político mas importante ahora cuando coincide con la situación actual del país de manera que aquellos hechos, las decisiones que se tomaron, las acciones que se emprendieron son recordadas en su contexto y permiten establecer las diferencias entre aquellos tiempos y los actuales. Así, pueden esos hechos alcanzar mayor significación para los que no lo vivieron pero ha ocurrido solo a medida que el país entró en grave crisis y que la autoridad moral de los dirigentes naufragó en la maraña de delitos, corruptelas y abusos que todos conocemos.
Con frecuencia, gente indignada ante lo que estamos viviendo invoca, a veces en tono de amenaza, un nuevo 24 de abril que barra con toda la ignominia que nos rodea, que limpie el lodazal donde nos encontramos, que ponga decoro donde no lo hay, vergüenza donde está la canalla e ilumine los días atormentados con el brillo de conductas, valores y compromisos como los que aquellos hombres enarbolaron. Pero ese discurso anhelante -sin la contextualización histórica necesaria- alimentaba una falsa ilusión porque esta sociedad, en este momento y coyuntura de su historia, no puede producir hombres como aquellos porque esos que fueron héroes y hoy son memoria, fueron el producto de una sociedad, de un momento y de circunstancias que ahora no existen. Llegarán otros momentos y nuevos héroes pero solamente cuando hayamos plantado la simiente en suelo fértil y tiempo útil.
Nosotros, los que desde cualquier posición, jerarquía o litoral político participamos en la Guerra de Abril, perdimos esa batalla. No se puede ganar una guerra que ya perdimos. Todavía seguimos escribiendo nuestra guerra, la de cada individuo, la que destaca las proezas de cada cual incluso cuando no lo fueron de manera que sobran héroes y falta historia. A veces sobran comandantes, se relatan como hazañas empresas que nunca pasaron de la etapa de planeación y no faltan casos en los que alguien pretende validar su presencia en una batalla donde no estuvo empleando un truco: elogiar la presencia de otra persona que tampoco estuvo pero de la que se espera que corroborará dicha presencia por complicidad emocional.
Por lo demás, la ingratitud de gobiernos del PRD para con los que combatieron en Abril a quienes negó pensiones, jubilaciones y protección dio lugar al oportunismo del PLD que desvalija el erario público, descuartiza la nación y corrompe la fibra de todo lo que toca montando periódicos espectáculos. Me temo, por mucho de lo que veo a mi alrededor que podemos evocar una reflexión que Gabriel García Márquez pone en boca del coronel Aureliano Buendía:
” Los últimos veteranos de quienes se tuvo noticia aparecieron retratados en un periódico, con la cara levantada de indignidad junto a un anónimo presidente de la república que les regaló unos botones con su efigie para que los usaran en la solapa, y les restituyó una bandera sucia de sangre y de pólvora para que la pusieran sobre sus ataúdes. Los otros, los mas dignos, todavía esperaban una carta en la penumbra de la caridad pública, muriéndose de hambre, sobreviviendo de rabia, pudriéndose de viejos en la exquisita mierda de la gloria”.