Andrés L. Mateo
Están circulando tres documentos de organismos internacionales, que al leerlos son como una biografía de la inequidad histórica sobre la que se empina la sociedad dominicana. El Banco Mundial metió el escalpelo en el tipo de crecimiento que hemos tenido, con su estudio “Cuando la prosperidad no es compartida: Los vínculos débiles entre el crecimiento y la equidad en la República Dominicana”; y en el mes de agosto el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), dio a conocer en San Salvador su “Informe de Desarrollo Humano”, un estudio pormenorizado del crecimiento integral de los pueblos, que deja al descubierto el retroceso dramático de la clase media en nuestro país. Y ahora en el mes de septiembre, Oxfam Internacional publica su informe “Justicia fiscal para reducir la desigualdad en Latinoamérica”, un documento demoledor que desnuda plenamente el inmovilismo social de la nación dominicana, y el alto grado de inequidad con que nos hemos desenvuelto.
Lógicamente, estos documentos pueden ser leídos como descomposición analítica de las particularidades dominicanas de su evolución económica y social; pero constituyen, sobre todo, un relato escandaloso en contra de los poderes fácticos y la clase política dominicana. El Banco Mundial, por ejemplo, establece que “del 2000 al 2011 el PIB creció en casi un 50%; sin embargo la gran mayoría de la población no pudo beneficiarse de ese crecimiento”. Aún más, el estudio enfatiza sobre la pobreza endémica en el país y el inmovilismo, y deja claro que “hay una baja movilidad económica, con menos del 2% de la población escalando a un grupo de mayores ingresos durante toda una década, comparado con un promedio del 41% en la región de América Latina y el Caribe”. Esto quiere decir que pese al crecimiento, de los casi diez millones de dominicanos, solo un poco más de 170 mil pudo escalar un peldaño más arriba de su estratificación social.
Lo del PNUD es un resbalón contundente. Casi un cuatro por ciento de la pequeña burguesía dominicana ha desaparecido. Agobiada por el peso creciente del aumento de los impuestos, la clase media dominicana se volatiliza, está obligada a camuflarse, aferrada al péndulo que va de la pobreza a la depauperación. Ese “Informe de Desarrollo Humano” es una oratoria fulminante contra la simulación del progreso que hemos tenido que aguantar como estrategia política, develando las angustias de una clase media agarrada de un clavo caliente, y un panegirista abajo sopleteándole el culo con la llama del cinismo del progreso. Lo del informe de “Justicia fiscal para reducir la desigualdad en Latinoamérica y el Caribe”, del Oxfam, es ya la lápida fría, el cruel aldabonazo de la indefensión. La República Dominicana forma parte del grupo de países latinoamericanos en los cuales la población más pobre apenas capta el 4% de los ingresos, y en los que “la mayoría de los que nacen pobres, mueren pobres”. Oxfam también reitera el dato del Banco Mundial que define toda la década del año 2000 como de estancamiento, desplegando el hallazgo de que “menos del 2% de la población dominicana escaló a un grupo de mayores ingresos”.
La desgracia de esa biografía de la inequidad reside en el hecho de descubrir que todo ese inmovilismo social ocurre acompañado de un extraordinario dinamismo económico del país. Miguel Ceara-Hatton, analizando el Informe del Banco Mundial dice: “(…) América Latina con la mitad del dinamismo económico dominicano había logrado que la proporción de la población que avanzó socialmente fuera 23 veces más que en República Dominicana”. Y luego remata: “Estas cifras son indignantes. Reflejan un evidente fracaso del modelo económico y del liderazgo político y empresarial que a pesar de los recursos que ha manejado durante 12 años no haya sido capaz de beneficiar mínimamente a la población”. Y, al final, arroja la pregunta capital: ¿“Quién se apropió de esa riqueza? ¿Se la apropió el sistema político?”.
Esos tres documentos de organismos internacionales que están circulando, deberían ser leídos por todos los dominicanos que les duela su país. Lo que vivimos en realidad no es la democracia, sino su espectáculo. Y al leerlos, nos exponemos al riesgo de indignarnos -como le ocurrió a Miki Ceara- , o de arrojar al viento la respuesta a la pregunta que él se hace sobre quién se apropió de esa riqueza. Pero de seguro descubriremos la biografía de la inequidad que nos agobia como país.