Por Lic. Gregory Castellanos Ruano
De seguro que de sólo leer el título o tema que encabeza ello les generará a muchos puertoplateños gigantescos signos de interrogación en su mente. …A puertoplateños acostumbrados a ver y a conocer a Puerto Plata como lo es hoy: un pueblo de gran extensión con calles asfaltadas y casas y edificios de múltiples dimensiones.
Pero la Puerto Plata despejada que es conocida hoy no es la Puerto Plata de hace cinco (5) siglos atrás y ni siquiera la que existía para mil ochocientos cuarenta y cinco (1845).
Se especula, no sin fundamento, que: «Al parecer los indígenas no contaban con mapas para orientarse en sus traslados de una parte de la isla a la otra, subían a los picos altos para de allí trazarse el camino hacia los puntos que deseaban llegar.«
(Nota de Lockward, George A.: Correspondencia de Tindall, Primer Misionero Protestante en Dominicana, Cetec, 1981, página No. 75)
Al momento de llegar los españoles a Puerto de Plata en esta había literalmente un bosque tupido, al cual se le podía y se le puede denominar así mismo como se lee: `El bosque tupido de Puerto de Plata`.
Cuando dichos españoles encabezados por Colón llegaron a Puerto de Plata había una espesa selva que circundaba la tranquila bahía y habían enormes bandadas de aves de diferentes especies que volaban surcando el cielo obviamente porque muchas de ellas tenían sus nidos en tierra firme. Las obscuras copas de los árboles se perdían de vista tierra adentro, como si se tratara de un nuevo mar.
Precisamente por existir ese bosque tupido, tan tupido, es que los habitantes de la Villa de Puerto de Plata desde mil quinientos dos (1502), en que se funda a Puerto de Plata, hasta mil quinientos cincuenta y cinco (1555) desconocieron que a orillas de la hoy Playa de Long Beach existía un pueblo indígena asentado allí desde tiempo inmemorial: dicho enorme y profuso bosque tupido separaba a la primera del otro.
Este primer `momentum` histórico nos da una idea de la vida vegetal que existía en Puerto de Plata.
Confluía entre ambas pequeñas villas literalmente una frontera importante formada por la vegetación.
Por lo que las autoridades y curiosos españoles que allí llegaron (noticiados por las autoridades de Santo Domingo de que ahí existía ese pueblo indígena a consecuencia de la visita violenta que a este le hizo procedente de La Vega un perseguidor de negros esclavos fugados) para poder hacerlo, ante aquello que parecía impenetrable, tuvieron que abrirse paso rompiendo parte de aquellas espesuras y atravesar así por una selva virgen. Abrirse paso a través de esa selva era abrirse paso entre un muro de troncos, ramas, hojas, lianas, en fin, vegetación tan compacta y abigarrada, que en la medida en que se desplazaban dentro de ella esta parecía estar devorándolos, pues era una súper vegetación, toda una vorágine. Encontraban una densa maraña de vegetación de todo tipo hasta bejucales, lianas, ciénagas malolientes e insalubres, pantanos, espesísimos manglares, aguas enormemente cubiertas de nenúfares y hojas caídas.
Era un trayecto que para nada podía ser sorteado sigilosamente en sus vericuetos: sonaba con frecuencia sólo interrumpida por el cansancio el «sh« o chasquido causado por el choque de las armas blancas al ser usadas para ir cortando ramas de las espesuras; encontrándose en dicho trayecto nutridísimos enormes ejércitos de cangrejos, ciempiés, alacranes, culebras, murciélagos y molestos jejenes y mosquitos.
Los otoños y el desplazamiento de animales y las brisas habían tendido en aquel bosque una alfombra natural de hojas amarillas y marrones que crujían al paso de los colonos (literalmente pisaban alfombras espesas de hojas y de grandes hierbas) al pie de numerosos árboles erguidos queriendo alcanzar las nubes. Aquello parecía un remanso de paz bucólica, la naturaleza se mostraba virgen en todas sus manifestaciones.
Aquella parte Este de Puerto de Plata algún tiempo después formó parte de lo que fue conocido como «El Camino del Este«.
No era aquello, pues, un pequeño bosquecillo, no era un simple trozo de geografía: durante millones de años, durante edades geológicas, desde el surgimiento de `Antillía` y sus desmembramientos, la Naturaleza se había ocupado de poblar de vegetación todo lo que posteriormente sería Puerto de Plata y todos sus entornos: aquel pedazo de tierra enorme condenado durante millares de siglos a la soledad (no a míseros «Cien años de soledad«) era simultáneamente poblado por dicha vegetación.
Bajo el cielo de Puerto de Plata, pues, se desarrolló una exuberancia tropical enorme; una vegetación exuberante, fronda tremenda, bosques frondosos, un follaje enorme, tanto que los árboles se abrazaban hermanados lo mismo que todos los demás tipos de vegetación. Era una selva cerrada sobre sí misma que parecía que había dormido una muy longeva siesta tropical.
Aparecía como una ofrenda generosa de una naturaleza imponente con una sinfonía de colores, con la novedad de colores mágicos, con inventadas y reinventadas tonalidades, toda una amplia amalgama de acuarela vegetal dentro de la verde penumbra de aquella selva. Los integrantes del grupo que se abría paso a veces percibían olores perfumados que emanaba de alguna que otra especie de árboles.
¡Estaban en plena jungla! ¡Era toda una selva, una selva sin grandes animales fieros y sin animales venenosos capaces de causar la muerte! Como si Dios hubiese excluido de ella a las fieras y a los animales venenosos propias de otras regiones.
Vagaban por bosques de palmeras, sobre todo de almendreras y muchas otras especies. Era la majestuosidad de la naturaleza con una continuidad al parecer inagotable. Dicha vegetación era tan tupida como la de cualquier selva. Tanto que en lo más profundo de esa selva podía refugiarse cualquiera que quisiese esconderse del resto de sus congéneres o darse a la fuga por estar siendo perseguido.
Y hablando de fuga por estar siendo perseguido: en la Historia de Puerto de Plata aconteció otro `momentum` que permite apreciar lo tupido del bosque de Puerto de Plata.
En el mes de Diciembre del año mil ochocientos cuarenta y cinco (1845) se produjo el naufragio en La Poza del Diablo (frente a lo que hoy llaman «Los Castillitos«) de la flota invasora haitiana que comandaba el ex gobernador haitiano de Puerto de Plata General Cadet Antoine, ahora Almirante de dicha flota. Al referirse al General independentista Eusebio Puello, Emilio Rodríguez Demorizi refiere todo lo siguiente de lo cual la última parte atañe a lo que aquí tocamos:
«El General Eusebio Puello fué quien condujo preso, a Puerto Plata, al General Mora, en 1845. En su hoja de servicios se dice, que Puello «fue destinado a bordo de la Flotilla dominicana, como Comandante de Infantería, con objeto de apaciguar a Puerto Plata que estaba alborotado. Permaneció en el anterior destino hasta el mes de mayo (1846), salvando en este tiempo lo que se pudo de unos buques haitianos que se perdieron. Se alude al espectacular naufragio de la escuadra haitiana en Puerto Plata en diciembre de 1845. El General José Desiderio Valverde apunta en su hoja de servicios: «El 20 de diciembre del mismo año (1845) marchó a Puerto Plata mandando tropas y de allí trajo 110 haitianos prisioneros« (E.R.D., Hojas de servicios…, p. 293).« (Rodríguez Demorizi, Emilio: Noticias de Puerto Plata, página No. 234)
De las tropas de infantería que venían en la invasión a bordo de los buques lograron ser apresados esos ciento diez (110) haitianos, pero hubieron muchos otros que pudieron escapar a ser apresados: ese bosque tupido de Puerto de Plata facilitó la huida de esa otra porción de los invasores haitianos que pudieron esconderse en él tras el naufragio de la escuadra haitiana en La Poza del Diablo, para correr hacia el Monte de Plata o Isabel de Torres o Punta Isabelica y desde él, a través de las lomas de la Cordillera Septentrional, caminaron, esencialmente en horas nocturnas, hasta llegar a Haití.
Puerto de Plata, pues, tuvo un bosque tupido, muy tupido…