El cardiólogo italiano Fabio Biferali, compara el coronavirus a tener un mono colgado en la espalda, un peso que le impedía respirar, sumado a una angustia de morir, que pudo dejar atrás gracias al personal médico que le salvó la vida.
“Tenía dolores extraños, como médico me di cuenta que era pulmonía. Sentía como un mico aferrado a mi espalda, así describía un paciente mío su síntoma y ahora, lo sentía yo”, confiesa Biferali, cardiólogo romano, de 65 años, tras pasar ocho días “aislado del mundo” en los varios pabellones para cuidados intensivos y reanimación para los contagiados de COVID-19 del hospital Policlínico Umberto I de Roma.
“No puedo hablar de esta experiencia sin llorar. Me dejó la lágrima fácil, una infinita conmoción”, reconoce el cardiólogo, quien siente, como todos los que se han recuperado, un enorme agradecimiento por sus colegas, los verdaderos héroes de la guerra contra el enemigo invisible.
“¡Honor a médicos y enfermeras!”, dice tras escribir un sentido mensaje a la doctora que dirige el sector dedicado a las enfermedades infecciosas, “un pabellón único, moderno, óptimo, nuevo”, a pocos pasos de la ciudad universitaria de la capital, que acababa de ser adaptado lujosamente para ortodoncia y que ahora fue reconvertido para recibir la avalancha de contagiados.
“El tratamiento para la terapia con oxígeno es doloroso, buscar la arteria radial es difícil, lo hacían hasta dos veces al día. Me ayudó ser médico, tocaba soportar el dolor, mientras otros pacientes gritaban desesperados, basta, basta”, reconoce.
“La noche era el momento más duro, no podía dormir, la angustia invadía la habitación. Durante el día entraban médicos, personal de limpieza, repartían comida, todos rigurosamente cubiertos de los pies a la cabeza. A la noche llegaban las pesadillas, rondaba la muerte”, confiesa con la voz entrecortada.
Contra las horas negras
“Como no dormía, contaba la respiración de mi vecino de cama gracias al cronómetro de mi móvil. Me otorgué la tarea íntima de cuidarlo. Así me olvidaba de mí mismo”, afirma.
“Tenía disnea”, explica con una serie de términos de galeno.
Durante la semana que estuvo internado lo cambiaron varias veces de pabellón, primero estaba con un joven que se contagió cuando fue a esquiar en febrero a los Alpes, luego con un anciano grave en terapia intensiva, luego, ya en reanimación, con un modista lleno de tatuajes que prometió grabarse la palabra “COVID-19 FIN” si se salva.
“Soñaba con un automóvil porsche, yo con un plato de pasta de ‘cacio e pepe’”, revela.
Como paciente pudo usar siempre el móvil, único medio con el que comunicaba con los médicos y enfermeras, a los que no podrá reconocer aún si quisiera.
“Estaban completamente tapados, manos, pies, cabeza. Doble bata, doble guante. Podía sólo ver los ojos detrás de la mascarilla de vidrio. Ojos afectuosos. Escuchaba sólo sus voces, muchos eran jóvenes, médicos en primera línea. Era el momento de la esperanza”, admite.
El cóctel de medicinas que le dieron bloqueó el virus antes de que dañara los pulmones irremediablemente.
“Me dieron fármacos que no servían, que podían servir, que sirvieron. Nada que esté codificado. Antivirales, contra la malaria y el sida e inclusive tocilizumab para la artritis”, resume.
Biferali, que aceptó contar su experiencia de sobreviviente para ayudar a otros enfermos en el mundo, vive aún aislado dentro de su casa, donde reside también una de sus hijas, estudiante de medicina, y su mujer.
“Temía no volverlas a ver, morir sin poder agarrarme de la mano de mis familiares, me llenaba de desesperación”, asegura mientras espera que las pruebas confirmen que es negativo.
Como persona apasionada de música y política, reconoce que escuchar en la radio la lectura de algunos libros, como el “Adiós a las armas” de Ernest Hemingway, fue clave para intentar mantener un equilibrio.
“De ahora en adelante mi batalla será a favor de la salud pública, porque no puede ser monetizada, ni ser un negocio para los políticos. Hay que defender uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo”, concluye.