Por Lic. Gregory Castellanos Ruano
En ese invierno de finales de mil ochocientos sesenta y ocho (1868) cierto día el viento ululó de una forma extraña en Puerto de Plata tratando de expresar algo, pero fuera de lo excepcional de ese ulular particular el mismo jamás sería entendible por sí solo por los habitantes de Puerto de Plata, a los cuales, como es natural, les llamó la atención lo inusual de dicho ulular; sí lo entendió la montaña que con extremada precaución hizo un discreto gesto de sorpresa y de atención levantando el cejo de su ojo izquierdo para centrar bien su mirada sobre el puerto alcanzado a individualizar al personaje del que hablaba el viento.
El viento lo que estaba anunciando era la llegada de un personaje extranjero a bordo de una embarcación. El personaje en cuestión cojeaba, era evidente que una de sus piernas, la que arrastraba, era de madera, «de palo«. El extraño ulular lo precedió, lo anunció, sin saber los habitantes de Puerto de Plata qué cosa era lo que anunciaba el viento con ese extraño ulular.
El capitán de la nave marítima estaba enterado de quién era el personaje en cuestión y por eso instruyó a su asistente inmediato para que bajara a tierra a conseguirle facilidad en la nueva tierra totalmente desconocida por el viajero que nos concierne. Y así lo hizo dicho asistente. Enterados los operadores del puerto de que uno de los viajeros que bajaría a tierra iba a necesitar arrendar una casa, rápidamente llamaron a un cochero que usualmente estaba enterado de quienes en la ciudad estaban arrendando casas. El asistente del capitán del barco habló brevemente con el conductor del coche sobre la persona del viajero, pero en ese mismo momento alguien le estaba entregando al conductor unos dineros producto de una deuda, por lo que la precisión de lo dicho por el referido asistente del indicado capitán no fue fijado en la mente del conductor, el cual sí captó bien que debía conducirlo a donde alguien que estuviese arrendando una casa cómoda en la población cosa que hizo a pie juntilla
El visitante fue transportado por un coche tirado por un caballo hacia una de las casas de la ciudad logrando el visitante arrendar la casa en cuestión donde quedó inmediatamente hospedado. Era un hombre de unos setenta y cuatro (74) años de edad. Su porte, sus ademanes y la forma en que se expresaba dejaban entrever que se trataba de una persona que había ejercido mando sobre muchos humanos, pero el conductor no pudo escuchar bien los datos que sobre él le proporcionó el asistente del capitán de la nave.
Hasta ese momento solo la loma sabía específicamente de quién se trataba desde su llegada al puerto, pues sólo la montaña tenía la facultad de entender el lenguaje del viento que tan sólo se limitaba a transportar los sonidos que emitimos los humanos y que aunque algunos no lo creen caminan, aunque de manera lenta, y por ello se desplazan sobre la faz de la tierra y del mar.
Muy pocos días después el conductor del coche tirado a caballo transportó a su esposa a una diligencia personal de élla y pasaron frente a la casa alquilada por el recién llegado, el cual estaba sentado en la galería; al verse, ambos se saludaron. La esposa del conductor le preguntó a éste:
-¿Quién es ése?
-Ese señor llegó en un barco hace pocos días y uno de los del barco fue donde yo estaba con el coche y habló conmigo para que lo llevara a donde alguien que estuviera alquilando alguna casa. Me habló algo de éste señor, pero en ese momento en que él estaba hablando llegó un amigo que me debía un dinero y los dos estaban hablando al mismo tiempo; lo único que recuerdo que me dijo el del barco fue algo así como que el señor tuvo que ver con un entierro, mencionó a Santa Ana y que éste señor tuvo que salir huyendo de su país, más o menos eso es lo único que recuerdo.
Le respondió el auriga a su mujer.
-¿Un entierro…? ¿Santa Ana? ¿Que salió huyendo…?
Expresó la mujer llena de interrogantes, produciéndose en élla una mezcla de la idea de enterrar con la idea de matar para a continuación pasar a decir:
-¡No me diga que ése hombre mató a Santa Ana y que por eso es que está aquí! ¡Ay coño!
A partir de los comentarios hechos sobre el particular por la señora del conductor de coche entre los relacionados de la pareja que los dos conformaban las conclusiones a que élla había llegado empezaron a expandirse por el entramado de la sociedad de Puerto de Plata: comenzó, así, a circular la versión de que aquél hombre «tuvo que ver con la muerte de Santa Ana«.
Los comentarios pasaron del círculo de amistades de dicha pareja a los círculos de amistades de los que, a su vez, componían aquel primer círculo y de manera sucesiva de círculos de relaciones a otros círculos de relaciones. Ello originó que el rumor se fuera acrecentando y se expandiera por toda la población y que comenzara la especulación sobre de quién específicamente se podía tratar.
El rumor devino en rumores. Los rumores en la pequeña población rápidamente volvían y se disparaban y comenzaron las adiciones, los abultamientos y las distorsiones. La versión central de los rumores rodó tanto que sufrió el efecto de una bola de nieve hasta convertirse, en efecto, en una bola de nieve. Hasta los niños repetían como un papagayo lo que oían decir a sus mayores de que en el pueblo estaba «el hombre que mató a Santa Ana«. Como todos los rumores malignos aquel rumor se aposentó de esas maneras en todo el pueblo.
Así, cuando aquél hombre era visto pasear por el pueblo a bordo de la parte trasera de un coche tirado a caballo conducido por un auriga local muchas de aquéllas personas que lo miraban decían: «¡Ahí va el hombre que mató a Santa Ana!«
El rumor llegó hasta el sector intermedio de la población que no era ignorante, y que tampoco estaba compuesto por niños, pero que fácilmente repetía como un papagayo lo que escuchaba decir a otros. Y, por ello, en ese mismo sector se oía decir la misma expresión que se había originado en el sector ignorante de la población: que aquél hombre «mató a Santa Ana«.
La expresión de referencia se hizo tan firme que igualmente llegó a los miembros de la clase alta lo mismo que a los miembros del sector ilustrado de la población, quienes lo oían frecuentemente, pero creían que se trataba de otra superstición más producto de la ignorancia de los otros sectores, hasta tal grado que ni se preocupaban por preguntar siquiera: «¿Qué hombre es ése?« o «¿Dónde está ése hombre?« Estimaban que eran puras sandeces producto de la incultura y de la imaginación populares. El rumor también había llegado al oído de las diferentes autoridades locales, pero estas también lo despreciaban diciendo lo mismo que decían los miembros de la clase elevada y del sector ilustrado, que era la expresión de alguna otra superstición inventada por las gentes ignorantes del pueblo; los miembros de la clase elevada y los del sector ilustrado se decían:
-«¡¿Qué mosquito les habrá picado a éstas gentes que salen con tantos inventos raros?!«
La intensidad del rumor, más sus adiciones gracias a la tergiversación y a la distorsión, operaron con las mismas fuerza e intensidad con que opera la saña del calumniador o de los calumniadores cuando tienen el propósito de destruir una honra ajena sobre la base de esparcir falsedades sobre el titular de dicha honra o con el mismo poderío con que operan las fuerzas profundas de las corrientes oceánicas. Todo giraba alrededor de que aquél fue «el hombre que mató a Santa Ana«.
Aquel rumor se llegó a hacer tan poderoso que luego se tornó hasta cansino por haberse asentado como se asientan los sedimentos cuando actúan en los fluidos de la naturaleza, y por ello le pasaba de largo a las autoridades locales.
Como ese sustrato quedó incrustado en las mentes de las gentes del populacho, muchos, cada vez que pasaban frente a la casa en que estaba viviendo el extranjero, veían a éste con desprecio (ceño fruncido, labios torcidos, todo expresando malestar). El extranjero comenzó a notar aquella actitud de desprecio hacia él, pues casi todos los que por allí pasaban así expresaban su desprecio hacia alguien que «había tenido que ver con la muerte y el entierro de Santa Ana«. El extranjero sólo notaba las miradas fuertes y las miradas de asombro hacia él, pero el asunto no pasaba de ahí y por no pasar de ahí él creía que ello obedecía a un peculiar carácter de dichas personas locales.
-«El hombre que mató a Santa Ana se pasea en coche por las calles de Puerto de Plata.«
-«El hombre que mató a Santa Ana vive en Puerto de Plata.«
-«Ahí va el hombre que mató a Santa Ana.«
Eran expresiones usuales en el seno del populacho en Puerto de Plata.
Al final, entre la parte más ignara de la población puertoplateña todo aquello quedó así en las bocas de los que constituían la mayor parte de la población: era, para dichas personas, algo indiscutible que aquél hombre que estaba en Puerto de Plata «había tenido que ver con el entierro de una santa« y que ésa santa «era Santa Ana«.
Aquellos molestos puertoplateños que cruzaban frente a dicha casa se decían para sí y comentaban entre éllos: «¡Ese hombre está maldito, pues tuvo que ver con la muerte y el entierro de una santa!«; «¡Ese hombre es un desgraciado, hijo de…, pues tuvo que ver con la muerte y el entierro de una santa!«.
Llegó un momento en que en una oportunidad por diferentes motivos numerosos puertoplateños coincidieron cruzando frente a la casa en que vivía el extranjero, el cual precisamente estaba sentado en una mecedora en la galería. Como una chispa brotada espontánea e inesperadamente comenzaron todos aquéllos labios a decir:
-¡Ese es el hombre! ¡Es un asesino! ¡Es un asesino!
Se lo dijeron entre éllos y todos paralizaron su andar y se quedaron frente a la casa observando a aquél de quien cada uno de éllos hablaba a otras personas que se acercaban en tránsito por el sitio y que también detuvieron su andadura al escuchar la repetición:
-¡Asesino! ¡Asesino! ¡Asesino!
Empezó a vociferarle la turba. El hombre así señalado, que estaba leyendo un libro, reparó primero en el murmullo e inmediatamente en que había una turba frente a la casa donde estaba y que lo señalaban a él con el índice acusador, voceándole «asesino« reiteradamente y en un tono que denotaba molestia y furia desbordadas. Creyendo justificadamente que aquélla turba lo iba a agredir, el hombre rápidamente entró a la casa y cerró la puerta estrepitosamente. Su criada al oir el ruido de la puerta y el barullo, aumentado y fortalecido en extremo, de la turba que allí se había formado, le preguntó a su patrono que qué pasaba y el hombre le respondió:
-¡Ahí hay una turba que está molesta y parece que me quiere agredir! ¡Eso debe ser algún enemigo mío que orquestó todo esto…!
La señora vio la turba por la ventana y se sorprendió, pero como entre ella vio a personas a las que conocía abrió la puerta, salió a la galería y desde ella llamó y les hizo señas a los que conocía y les preguntó a éstos, que se colocaron inmediatamente delante de la turba, que qué cosa ocurría, que qué cosa pasaba, que porqué éllos estaban así de molestos y furiosos y gritándole «asesino« a su patrono. Y prácticamente a unanimidad los miembros de aquella turba formada de repente de la casi nada respondieron:
-¡Ese es el hombre que mató a Santa Ana! ¡Es un asesino y debe pagar su crimen de matar a una santa! ¡Que salga que lo vamos a linchar!
La criada le respondió a la turba:
-Pero, ¿cómo va a ser? Nadie me dijo nada de eso, déjenme hablar con él para saber.
La criada, toda asustada, entró a la casa y buscó a su patrono que, asustado, estaba en el patio buscando la manera de ver cómo eludía a aquella multitud tratando de subir al techo, no obstante su avanzada edad y su clara dificultad para andar.
La criada le repitió lo que decía la turba y él, de turbado y lleno de miedo, expresó, como suspirando:
-¡Ah! ¿Es eso lo que dicen?
Su rostro había dado un cambio súbito de tal suerte que parecía haberse recuperado del susto y le dijo a la criada:
-Vamos donde éllos para yo explicarle.
-¿Usted está seguro? Porque mire, ésas gentes yo las veo muy alborotadas y muy molestas y lo que quieren es matarlo a usted, eso es lo que éllos dicen que quieren hacer contra usted.
El patrono le dijo a la criada.
-Sí, sí, no se preocupe, únicamente que vamos a hacer lo siguiente: vaya usted primero donde éllos y dígale que sólo me permitan hablarles brevemente que yo les voy a explicar todo para que se den cuenta de que es que éllos tienen unos errores respecto de mi persona.
La empleada, asustada, fue a la galería, les hizo señas a los que élla conocía, los cuales permanecían ubicados de primeros frente a la galería y les transmitió lo que dijo su empleador; aquéllos, a su vez, les dijeron a los demás vociferándoles:
-«El hombre viene a hablar con todos nosotros y dice que estamos cometiendo un error y que nos va a explicar.«
La turba, acicateada por la curiosidad de saber cómo se defendería el hombre, accedió al pedido. La criada se lo informó a su patrono y éste salió a la galería cojeando, arrastrando una de sus piernas, y le pidió a la doméstica que le ayudara a subirse a la mesita de la galería para él poder dirigirse a aquella rabiosa multitud allí reunida y que cada minuto que pasaba crecía de más en más.
En el preciso momento en que el extranjero era ayudado por su criada a subirse a la mesita se abrieron paso cuatro (4) caballos y sus jinetes, cuatro militares, que se rápidamente se desmontaron, iendo el cabecilla con su sable en su mano derecha y los demás portando armas largas que rápidamente cargaron y se colocaron a la entrada de la galería de la casa, es decir, entre la multitud y dicha entrada, y con sus arnas apuntaron hacia dicha multitud; el cabecilla era el Comandante de Armas de la plaza y fue directamente hacia el extranjero diciéndole:
-¡Don Antonio, Don Antonio! ¿Qué es lo que pasa que todas éstas gentes se ha convertido en turba? ¿Qué usted les ha hecho?
El representante local del Poder había recibido instrucciones de su detentador, el General Buenaventura Báez, de que al personaje de referencia se le diera un trato respetuoso.
A dicha pregunta aquél llamado Antonio respondió:
-Nada, nada, mi estimado Comandante, ahora por favor ayúdeme usted junto con la señora a subirme a esta mesita y escuche lo que yo les voy a decir a éllos y así usted se enterará del gran mal entendido que hay con mi persona…
-Está bien, vine huyendo a todo galope porque un militar que cruzaba montado a caballo cerca de aquí vio esta turba y escuchó su estado de agitación y fue rápido a comunicarme esta situación, entonces proceda usted, adelante…
El personaje se dirigió al público diciendo:
-Señoras y señores,
distinguidas damas y distinguidos caballeros,
puertoplateños todos.
Agradezco sobremanera el que ustedes me permitan dirigirme a ustedes para aclarar lo que netamente es un mal entendido. Yo soy el General Antonio López…
-¡Mentira, mentira, el General Antonio López murió hace casi veinte (20) años en este pueblo, usted está hablando mentira!
Vociferó extremadamente airado uno de los de la turba rasgando violentamente el aire de aquel tenso ambiente.
El exponente le respondió:
-¡Por favor, por favor, no me interrumpan que yo le voy a aclarar todo, permítanme continuar!…
Nuevamente la multitud guardó silencio deseosa de devorar lo que aquél hombre le quería decir. Y continuó el señor diciendo:
-…Yo soy el General Antonio López… Por la forma en que hablo, es decir, por mi acento ustedes pueden darse cuenta de que soy extranjero, soy mexicano. He sido Presidente de México once (11) veces. Estoy aquí en Puerto de Plata porque vengo arrastrando un largo exilio por razones políticas. Como habrán podido apreciar, al verme caminar y al verme subir a esta mesa, yo soy cojo porque me falta una pierna, esa pierna la perdí porque una bala disparada por un cañón de un barco de guerra francés me la arrancó mientras los mexicanos peleábamos contra los franceses en Veracruz, México, en el año mil ochocientos treinta y nueve (1839). Mi pueblo, el pueblo mexicano, procedió a efectuar un entierro multitudinario, un entierro al que prácticamente asistió todo el mundo en México, un entierro de esa pierna mía que perdí, como si lo enterrado hubiera sido yo mismo completo. Es por eso que uso esta pata de palo que me lleva a caminar cojeando. Tres años después, en mil ochocientos cuarenta y dos (1842) mi pierna enterrada fue desenterrada y se le volvieron a celebrar honras fúnebres en ocasión de su nuevo entierro multitudinario esta vez en el cementerio capitalino de Santa Paula. No tuve el honor de conocer a ése General Antonio López, un tocayo mío, que alguien voceó que murió aquí hace casi veinte (20) años; espero que haya sido alguien bueno para ustedes. Yo soy Antonio López de Santa Anna, escuchen bien: de Santa Anna…
El exponente hizo un fuerte énfasis las dos veces que pronunció su segundo apellido (de Santa Anna) y siguió diciendo:
-Porque parece que por ahí viene la confusión con lo de Santa Ana que ustedes mencionan; les repito: mi segundo apellido es Santa Anna y el Anna se escribe con doble N; además, distinguidas amigas y distinguidos amigos puertoplateños, la santa a que ustedes hacen referencia, Santa Ana, élla murió hace casi dos mil (2000) años atrás; Santa Ana era la madre de la Virgen María y por ello Santa Ana era la abuela de Nuestro Señor Jesucristo. Les pido disculpas por las molestias que esta confusión les ha provocado a todos ustedes, pero, de toda forma, es decir, para mayor convencimiento de ustedes le voy a pasar mi documento de identidad nacional al Comandante de Armas aquí presente para que lo lea y después que lo lea lo haga pasar de mano en mano entre todos ustedes y al final ustedes mismos podrán preguntarle al Comandante de Armas si es verdad o es mentira lo que yo les estoy diciendo. Muchas gracias por ustedes haberme prestado esta atención.
El Comandante de Armas procedió a leer dicho documento en voz alta y después de dicha lectura dijo:
-Yo doy fe de que éste señor se llama Antonio López de Santa Anna y fui noticiado por El Superior Gobierno para que su estancia aquí en Puerto de Plata sea lo más placentera posible, ahora procedo a pasarle el documento a ustedes para que cada uno de ustedes que sepa leer lo vaya leyendo y se lo lean a los que no saben leer.
En la medida en que el documento de identidad del General Antonio López de Santa Anna era leído y pasaba de manos en manos la turba iba disminuyendo de tamaño, a la par que se notaba en muchas caras una gran vergüenza al quedar evidenciados como «vengadores« de una persona que había muerto hacía casi dos mil años atrás. Así, la turba se difuminó tan rápido como se formó. La vergüenza la había aniquilado disolviéndola.
El Comandante de Armas de la localidad ayudó al General Antonio López de Santa Anna a bajar de la mesita y le dijo:
-Ese General Antonio López que le mencionaron a usted vivió aquí en Puerto de Plata, es cierto que murió hace casi veinte (20) años, su nombre completo era Antonio López Villanueva y fue una persona muy estimada en este pueblo. Pero mire cómo son las cosas, aquí, así como la pierna que le arrancó ese cañonazo a usted fue enterrada con un entierro como si fuera una persona completa, así mismo un Comandante de Armas anterior a mí y llamado Manuel Lovera le hizo un entierro a su caballo, el cual él mismo mató por accidente al tratar de dispararles a dos ladrones y en ese entierro de ese caballo participó todo este pueblo. …¡Señores, y ahora esto¡ :… ¡Miren lo que es capaz de generar una confusión!
Terminó diciéndole el militar local al General Antonio López de Santa Anna, a la criada y a los otros militares que llegaron junto con él.
La noticia del incidente acaecido por la confusión se extendió por todo el pueblo aclarando así aquello de «la presencia en Puerto de Plata del hombre que mató y enterró a Santa Ana«. Esa era la comidilla en Puerto de Plata…
Cuando el General Antonio López de Santa Anna consideró pertinente mudarse de Puerto de Plata dirigió el siguiente telegrama:
«Puerto de Plata Febrero 5 de 1870. Muy estimado Señor mío, después de quince meses de habitación en este hermoso país, me he determinado a marcharme para la Habana, en el Vapor Español que llegará de hoy a mañana en este puerto, para de ahí dirijirme a mi patria donde estoy llamado por mis amigos y conciudadanos. Pero antes de partir quiero tener el placer de manifestarle todo el agradecimiento de que soy poseído por la hospitalidad que he recibido tan generosamente. Si la muerte cansada en perseguirme permitiera cambiar mi posición política, no podría menos qe. Reconocer una nueva bondad de la providencia; pero en cualquiera circunstancia que me encuentre tender la mayor complacencia en recibir las órdenes de su agrado, considerándome entre sus adictos más sinceros; con cuyos sentimientos tengo el gusto de suscribirme de Usted. Su más afectísimo seguro servidor que le desea felicidades y B.S.M. A.L. de Sta. Anna. Exmo. Señor General Presidente de la República D. Buenaventura Báez, Gran Ciudadano.«
Por Lic. Gregory Castellanos Ruano
Nota aclaratoria del autor para evitar mal entendidos innecesarios: este escrito pertenece al género literario del cuento histórico, es decir, es un cuento basado en hechos de la Historia. Es parte de la Historia la presencia del General Antonio López de Santa Anna en Puerto de Plata en las postrimerías de 1868, su estancia en ella hasta Febrero de 1870, lo mismo que los sucesos sobre su pierna acaecidos en México, sus once presidencias en ese país; también la existencia de Antonio López Villanueva, el entierro del caballo de Lovera, el telegrama dirigido al Presidente Buenaventura Báez y la genealogía en torno a Santa Ana. Por el contrario, lo que es ficción literaria es la trama de la no audición correcta del conductor del coche, la confusión de la señora de dicho conductor, que dicha confusión se expandiera y la turbamulta aludida. Dicho suceso pudo haber ocurrido, pero no tenemos constancia histórica de ello y es por eso que aclaramos que de parte nuestra lo que hicimos fue un ejercicio de ficción literaria dentro de un determinado ambiente histórico.