Prevalidos de su condición de autoridades o funcionarios de cierto nivel, son muchos los que se han aprovechado del tráfico de influencias, típico delito de corrupción, para beneficio propio o de terceros.
Se da a todos los niveles aunque en el ámbito de los negocios del o con el Estado, visto como una ubérrima piñata, en el abejoneo de los que buscan ganancias figuran alcaldes y regidores, ministros, viceministros, directores y subdirectores de instituciones públicas.
Así lo ha dejado entrever el nuevo director de Contrataciones Públicas, al ordenar la suspensión de sus registros de proveedores del Estado a más de un centenar de alcaldes a los que se les ha dado un plazo de 30 días.
La normativa vigente, establecida en la Ley 340-06 de Compras y Contrataciones Públicas, prohíbe que funcionarios de esos niveles, de forma individual o como accionistas de empresas oferentes, participen en las licitaciones o en los procedimientos de contratación.
En otras palabras, esa ley prohíbe esta modalidad de tráfico de influencias, no solo por lo antiético que resulta, sino por las injustificadas ventajas y la competencia desleal que implica favorecerse a sí mismo en compras de bienes o servicios con el Estado.
El hecho de que haya tantos involucrados en esos negocios, con sus registros al día, obliga a una exhaustiva depuración de todos los casos, si es que el Gobierno quiere ser fiel a su promesa de tolerancia cero contra la corrupción.