Por: CARMEN IMBERT BRUGAL
El templo que acoge la oración de gentiles y plebeyos, que guarda plegarias, actas y confesiones de munícipes preclaros. El lugar para la ofrenda y la penitencia. El de la pila bautismal y el hisopo que ha esparcido agua bendita desde el principio. El que tiene huellas de los desfiles nupciales y conserva el aceite de la confirmación de muchas generaciones, la solemnidad de la primera comunión, de réquiems y tedeums. El del órgano que competía con voces y arpas.
El del confesionario y el altar de caoba, de aquellos vitrales que registran la colaboración de compueblanos píos. El del púlpito bravío y también culpable, de la sacristía solidaria y a veces cómplice. Donde se escuchó la tardía pastoral que denunció el horror de la tiranía y recibió el agravio que pretendía atemorizar, cuando ya no era posible el miedo.
La emblemática construcción que sustituyó edificaciones de otros siglos y el Padre Castellanos logró, con denuedo y persistencia, que a partir del año 1948, se erigiera en una de las doce iglesias y catedrales, más hermosas del país.
DISMINUIDA
La Parroquia San Felipe de Puerto Plata, antes de asignarle la categoría de Catedral, era conocida por su diseño y por el repique de sus campanas, cónsono con la precisión de dos relojes desaparecidos. Desde el terremoto del año 2002, la fachada del inmueble está disminuida. Sus torres semejan una estatua con cuencas vacías, sin trabajo de escultor. Como si se tratara de una cirugía estética fallida. En el entorno falta un latido, un sonido, una presencia.
El sismo afectó de manera irremediable los relojes. Intentos van y vienen para su reparación o sustitución y nada ocurre. Porque, como dice Rafael Solano, puertoplateño de origen y sentimiento, que repasa calles trazadas entre el mar y la montaña. Teñidas por una sombra verdiazul, con memoria en adoquines y en puertos difusos de la niñez: “algo impide que las noticias de Puerto Plata se conozcan”. El músico, compositor, intérprete, que a cada instante evoca aquellas esquinas con sonido de violín y piano, apuesta al renacer del pueblo marinero, pero insiste que “algo” conspira. Quizás competencia con malas artes y sin tregua. Abandono de un lar, para privilegiar otro. No cuidar para después lamentar. Y la catedral con huecos.
La educadora Beba Finke Brugal, asesora de Patrimonio Monumental, refiere que Héctor Arthur se ocupaba de los relojes. El dato bastó para recurrir al mordaz y memorioso ingeniero, Luis Arthur Sosa, residente en Monterrey- México-. Luis cuenta y recuenta y aunque dice que “en nuestro país todo es pasado y arrabalización”, la emoción es innegable en la remembranza.
Tres generaciones de la familia cuidaron el reloj. La curiosidad se convirtió en destreza y la tradición en orgullo. Arturo Arthur fue el primero. Su relojería estaba en la casa donde, décadas después, estuvo el local de “La Voz del Atlántico”, casi al lado del Hotel Europa. El reloj público de Puerto Plata dependía de su vigilancia. Estaba en el antiquísimo caserón que alojaba la primera iglesia San Felipe, ubicada en el mismo parámetro donde está la Catedral.
En el año 1928 el cetro pasa a su hijo, Rafael Arthur Pierret, después a su hermano Héctor, padre del ingeniero.
La infancia de Arthur Sosa conoció los secretos de la precisión. Su padre lo llevaba a las torres y ahí observaba pernos, manecillas, ancora, barriletes. A los 12 años asumía el cuidado del tic tac sin supervisión paterna. Dice: “Era un pequeño carrillón. Tenía campanadas para cada cuarto de hora y para la hora. Con tres tonos distintos. Las horas, con campanadas gruesas, los cuartos primero, segundo y tercero, eran campanas de sonido más débil y agudos. Era todo una armonía. No era una campanada, sino dos, o más, para cada cuarto.”
Lejos de la frivolidad, el momento del municipio exige atención. Entre reclamos y esperanza, los huecos de las torres, observan. Esperan “algo”