Melvin Mañón
En presencia de tantos abusos, ineficiencias y perversidades, abrumados por la inflación y estremecidos a diario por la inseguridad, los dominicanos, aunque se quejan con amargura o con cinismo no protestan ni en las calles ni en las plazas, o al menos, no en proporción a la magnitud de los golpes y las ofensas recibidos.
Esta es, entonces una de las preguntas más frecuentes entre quienes, dominicanos o no, tratan de entender que ha sucedido en el país que ha convertido en dócil rebaño lo que antes fue manada vigorosa y a veces turbulenta. Con extrañeza la gente se pregunta, pero y ¿cómo es que los dominicanos aguantan tanto? Y muchos se responden: por menos de la mitad de las cosas que aquí suceden, en otros países, tumban gobiernos, renuncian presidentes y/o van con todo y ministros a la cárcel.
Desde el poder se incurre en faltas y en ofensas descaradas y ostensibles que merecen cuando no el enjuiciamiento del funcionario, al menos su destitución y con menor frecuencia, la renuncia forzosa pero, como dicen los españoles y: “no pasa nada”. El mundo parece derrumbarse a diario para los dominicanos, las acciones del poder son tan onerosas que para muchos resulta inexplicable la tolerancia de los dominicanos que parecen haber olvidado la letra de su propio himno nacional cuando proclama que “ningún pueblo ser libre merece si es esclavo indolente y servil, si en su pecho la llama no crece, que templó el heroísmo viril.
No son pocos los que se consuelan esperando el Mesías de turno y abundan por igual los que, resignados aseguran que ya “en este país no hay hombres” y como consecuencia de todo lo anterior “este país se jodió” y no tiene salvación.
Sin embargo, la explicación a esa falta de respuesta está tan a la vista que se hace difícil verla.
Los dominicanos, ricos y pobres, clase media y empresarios, todos están endeudados algunos porque están pagando a plazos los bienes que compraron o las vacaciones que disfrutaron y otros porque están endeudados a futuro, dispuestos a todo o casi todo para posicionarse donde puedan adquirir esos bienes o disfrutar la promesa de esas vacaciones.
Cualquier cosa que disminuya la capacidad de pago se convierte en una perspectiva indeseable, en una amenaza a los bienes adquiridos o una renuncia a la promesa de ese bienestar; ambas opciones son igualmente indeseables e inaceptables. El celular, el resort, el colegio, el auto, el negocio, sexo, la casa, todo el presente descompuesto en objetos, todo el futuro anunciado en la publicidad.
OCUPACION
El tiempo de que dispone la gente está comprometido en la procuración del bienestar, en la infinidad de gestiones cotidianas que no pueden ser delegadas sin consecuencias y la gente siente que irse a protestar, además del peligro que en países como el nuestro entraña semejante accionar, en realidad es una actividad que consume un tiempo de antemano previsto para otra cosa.
El tiempo de trabajo incluye el transporte, las labores de apoyo, las actividades sociales cuya finalidad es mantener o promover relaciones que puedan ser importantes para vender o comprar algo, obtener alguna ventaja, acceder a algún privilegio, colarse donde no ha sido invitado. En fin, estamos tan ocupados en progresar o en defender el progreso alcanzado que no tenemos tiempo para protestar y precisamente por eso, compartimos artículos, subimos información a Facebook, hacemos uso de las redes sociales para aprobar o desaprobar, comentar o ignorar pero sin salir a la calle, si desplazarnos, sin pasar trabajo y sin quitarle tiempo a la lucha por mejorar o por mantener el nivel de prosperidad alcanzado.
Los dominicanos asignamos a la protesta social, el mismo nivel de compromiso que los norteamericanos confieren a las guerras que promueve EEUU en el exterior. Ponemos la bandera, usamos un lacito en el auto, sonreímos a la TV y firmamos cualquier petición pero ni nos unimos al ejército ni dejamos que un hijo o familiar cercano lo haga. Apoyar la guerra desde lejos es una cosa. Mancharse las manos de sangre y el alma de cicatrices es otra. Lo mismo hacen los dominicanos con el malestar y el abuso de que son objeto: lo categorizan y denuncian en internet pero no lo repudian en las calles.
Todo ese afán por la prosperidad exige un endeudamiento permanente y asumir las obligaciones derivadas de dicho endeudamiento. No podemos perder el trabajo porque el mundo del consumo efectuado o de la esperanza de consumir se viene abajo. No podemos dejar de vender por la misma razón ni podemos dejar de cobrar, ni podemos dejar de progresar y como la demanda es incesante el crédito se convierte en eterno porque ya nadie espera ahorrar para comprar sino que se compra a crédito para pagar. Bien lo resume la consigna: compre ahora y pague después.
Nadie puede alterar esta dinámica sin consecuencias y una de las más importantes de entre todas las conocidas tiene que ver con la pérdida de competitividad. Todo lo que dejemos de hacer para progresar o mantener la prosperidad alcanzada deteriora nuestra posición, nos hace menos atractivos, menos prometedores y sexualmente hablando menos apetecibles porque todas las partes concurren en que ninguna razón es tan válidamente justificada para endeudarse como la de ser y/o hacerse aceptable a una mujer, posicionar a los hijos y rodearse de gente que nos pueda ayudar, gente que sirva para algo, la única justificación de esas relaciones.
LA PROTESTA
La protesta que la hagan otros. Siempre debe haber gente que tenga tiempo para eso. No los condeno pero no puedo arriesgarme. De hecho, veo con simpatía esas protestas siempre que no reduzcan mis ventas, disminuyan mis cobros o pongan mi empleo en peligro. Total, esas protestas, aunque podrían traer algo bueno no son mi problema inmediato y vaya usted a saber que puede venir después.
Tengo que emplear mi tiempo de manera productiva y no se vaya a creer nadie que andar por bares, discotecas o restaurantes contradice ese esfuerzo puesto que en realidad esos lugares son templos del bienestar, los altares ante los cuales ungimos nuestro destino personal o familiar que al fin y al cabo es lo que cuenta porque esa vaina de proyectos nacionales ya pasó de moda.
Hace falta una crisis general de envergadura para romper ese equilibrio; mientras tanto, solamente los de abajo, carentes de otra opción, son los únicos que pueden y van a seguir protestando y ese esfuerzo no alcanza su máximo potencial porque el sistema político no ha sabido o no ha querido vincularse a esas protestas ni asumir su representación con todas las consecuencias.