En los años de las décadas de los 70 y 80 en la república dominicana, la población total rondaba los cuatro millones de personas, para una densidad poblacional de 83 habitantes por km cuadrados.
La población urbana representaba menos del 50 por ciento, lo que significa que los campos dominicanos vivían sus mejores tiempos, familias enteras en sus lugares de orígenes, donde el promedio de hijos era de siete a doce y no dos o tres como sucede en nuestros días.
El modo de vida de los campos era la producción unifamiliar, es decir, producían prácticamente lo que consumían, a través de la siembra de frutos menores en los llamados conucos, donde cada miembro tenía que dedicarle tiempo suficiente a la siembra y a la cosecha de los productos.
Los que producían arroz, conservaban suficiente como hasta que se hiciera la próxima cosecha, que por lo regular era de seis meses, imagínese usted conservar arroz suficiente para alimentar una familia de doce y trece miembros por este lapso de tiempo.
Los que producían productos menores, como, yuca, batatas, yautía, etc. Para conservar víveres suficientes y no se maduraran o dañaran, el sistema usado era enterrarlos, y de verdad que se conservaban.
Era muy frecuente que entre época y época escasearan los alimentos y el dinero para comprarle a quienes tuvieran, por lo que las familias adoptaban prácticas para conservar y prolongar el inventario de sus productos.
Dentro de las medidas adoptadas estaba la de preparar solo dos comidas, una a media mañana casi al medio día y la otra entrando la noche.
Decía papá Liborio que no hay nadie en el mundo que le demás hambre que a un muchacho en desarrollo, y esa necesidad de alimentarse le desarrollaba el sentido del olfato.
En los campos la distancia entre una casa y otra era de al menos cien metros y la cocina estaba en el patio, la cocción de los alimentos se hacía a leña y los productos eran naturales, comola bija, ajo, cebolla, sal en grano. No importaba la distancia, esos muchachos sabían dónde se estaba cocinando y qué se cocinaba.
A esos muchachos, que por lo regular eran varones, les llamaban despectivamente velones, porque velaban la comida desde su preparación hasta que la sirvieran, y no se iban hasta que no le dieran su bocao.
La principal excusa para ir a velar a casa ajena era ir a ver el show del medio día de lunes a viernes y la lucha libre los sábados. Los domingos los tomaban libres porque ese día se cocinaba carne en sus casas.
Prácticamente todos los padres desaprobaban que sus hijos fueran a velar a casa ajena, porque eso se interpretaba como que en sus casas no se cocinaba, pero eso no es verdad, lo que pasaba era que esos muchachos estaban llenos de lombrices, y no se les quitaba el hambre, aunque le repartiesen a cabo e vela.
Lo cierto es que no hay hombre joven que pase de los cuarenta que no haya dado su velaíta, sino, pregúntele a Vejelo, que todavía hace los cuentos.