Una de las técnicas más eficientes para programar una sociedad es la repetición incesante de un mismo mensaje, corto y fácil de comprender por la persona más obtusa.
La familiaridad que se produce con el mensaje repetidamente difundido por todos los medios posibles tiene un gran impacto sicológico. A base de reiterarlo una y otra vez, termina por ser aceptado por el receptor.
A unos les costará más, con otros el proceso será más rápido. Pero casi nadie escapa de los mensajes machacones.
En ese sentido, cuanto mayor es la frecuencia a la que somos expuestos a una determinada información, con independencia de su procedencia y veracidad, mayor es la probabilidad de que la demos por cierta.
Nos habitúan de tal forma a la información así transmitidas que quedamos plenamente convencidos del mensaje, de su verdad indiscutible, incluso si hasta no mucho antes iba en contra de nuestros principios y valores.
Así, de forma sibilina, se imponen ideas y se guían los comportamientos y las decisiones de individuos y sociedades enteras en la dirección apetecida.
Consiguen que adoptemos nuevas palabras, por extrañas y carentes de sentido que sean. Que cambiemos nuestras costumbres más arraigadas. Que sigamos sin rechistar las indicaciones que nos hagan.
Probablemente la repetición sea, como decía Napoleón, la figura más importante de la retórica. De lo que no hay duda es que se convierte en la “gota de agua que termina por agujerear la piedra” de nuestra mente.